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viernes, 25 de septiembre de 2020

Edder Baldeos Terrones - En Casa. (Serie: Cuento)

 



“Equivocamos el camino para hallar la felicidad”

                                                                         G-3

 

Madre nos decía a hermano y a mí que no había mejor sitio para estar que el hogar. Nos dijo que cuando nos sintamos rechazados en alguna circunstancia, pensemos siempre en nuestra casa como refugio. Lo dijo tantas veces, que en un momento dado, le creímos.

Eso duró hasta mis catorce años, trece en el caso de hermano; cuando un tipo asomó hasta la casa con sus cinco maletas Porta, se estableció en la habitación de mamá y se quedó sin premura. Unos días después, madre nos pidió cambiarnos de dormitorio. Hasta entonces, nosotros teníamos la recamara más grande por ser dos y ella solo una. Entonces se hizo el cambio, el primero. Nos confinó a hermano y a mí a un cuarto corto y chato, de paredes sin tarrajear y, sobre todo, de total incertidumbre.

No lo conocimos con propiedad antes de su incorporación a la familia, al menos con la que se debiera conocer a un próximo padrastro. Tuve la certeza que su presentación no fue la adecuada; me hubiera encantado saber un poco más de quien, de pronto, nos quitó la habitación y algunos sueños. Solo supimos que ayudaba a madre cargando los bultos más pesados del mercado y que le invitaba bocadillos en los descansos del trabajo. Carecíamos de una idea clara de cómo sería nuestra vida con él a lado.

La situación se complicó cuando en el siguiente febrero murió hermano. Esa fiebre que, según Rubén, desaparecería con un paracetamol cada ocho horas por tres días, culminó en una última visita al hospital. En un inicio nadie le achacaba ninguna responsabilidad, pero en cada pelea doméstica entre él y madre, ella terminaba encarándole las veces que quiso llevar a su pequeño a atenderse y a las que él respondía con falta de dinero y tiempo por el trabajo mísero que tenían.

Por las tardes, justo cuando la proximidad de la oscuridad estaba cerca, oía llorar a madre. Rubén dejó de regresar a casa en su horario habitual y llegaba siempre a destiempo. Ella, entre sollozos cada vez más fuertes, esperaba un abrazo amigo. No había nadie. En todas esas ocasiones tuve la sensación que mi presencia a su lado era fundamental, sin embargo, desde la partida de hermano y por el cambio repentino de nuestras vidas, la habitación se me hacía cada vez más grande e invulnerable.

*

- Eso pasó hace tanto, ¡no puedes seguir culpándolo de la separación de tu familia!-, dijo Jorge sopesando en las ideas de su compañero.

- No entiendes nada, mi hermano, no es que lo culpe. Pasa que cuando hay problemas en casa siempre recuerdo estos pasajes de mi vida-

- Claro, luego te fuiste a vivir con tus abuelos y la cosa cambió-, le replicó Jorge, mientras le alcanzaba la Pilsen casi vacía.

- No seas vago, sécala nomás- le dijo mientras le devolvía la botella. -Y eso es cierto, se separaron porque la situación no podía seguir así.-

- Mira, mano, en las relaciones de convivencia es mejor saber cuándo rendirse y dar un paso al costado-.

- Yo lo sé, lo tengo claro. Además, no me metas esas ideas en la cabeza. Sabes que de acá tengo que irme a casa y las cosas ahí están bien bravas-.

*

Después de una tarde reflexiva, comprendió que su relación no daba para más. Esperaría el regreso de Rubén y le diría que se marche. Habían pasado siete meses desde la ida de su Danielito y él solo había ayudado a acrecentar su dolor.

Todas las noches pensaba en su hijo y en lo doloroso de la muerte. Una compañera de trabajo le había comentado que en la tierra tenemos una fecha determinada para irnos: No importaba las formas en las que te cuides o en las que intentes evitarlo, llegaba cuando menos lo esperabas. Siempre había evitado pensar en el destino, pues consideraba que nuestros actos son los que finalmente rigen nuestro futuro. Ante ello, no pudo sortear preguntarse: ¿qué hizo Danielito para merecerse eso?

La puerta de metal vibró toscamente. Pensó que era Rubén quien estaba del otro lado, lo que la llevó a un momento de tensión y suspenso. Se asomó por la ventana y verificó que en la tienda de enfrente un camión descargaba gaseosas de distintas marcas: falsa alarma.

Cuando regresó al sofá pensó en los alcances del fenecimiento y lo diferente que era para cada uno de ellos. Rubén había continuado con su vida prácticamente normal, sin inmutarse ni complicarse con alguna desdicha. Ella, en cambio, lo recordaba cada día: en algunas ocasiones parecía escucharle buscando comida entre las ollas de la cocina; por esa razón, desde hacía unos meses preparaba una presa de más en los almuerzos. Luego, estaba el nene, le decían así de cariño; desde la ida de su hermano no salía de su cuarto más que para comer e ir al colegio, ¿qué pasará por su mente?, se preguntaba.

La entrada vibró nuevamente, esta vez con más precisión. Rubén había llegado.

Desde su habitación solo escuchaba algunas voces que se sobreponían. Pocos gritos, algunas lágrimas y mucha tristeza. Luego, el silencio. Se asomó por el recodo de la ventana e identificó a Rubén con sus maletas Porta azules. Parecían llenas. Ambos abrieron las puertas al mismo tiempo: él la de su habitación y Rubén la de la entrada. Su madre estaba en el sofá evitando la mirada final de su, hasta ese momento, pareja. El joven fue hasta ella y la abrazó tan fuerte como le hubiera gustado hacerlo consigo mismo. Mientras tanto, la puerta daba ese chillido característico de cuando se cerraba.

No hubo más palabras aquella noche. Un sonido extraño vino de la cocina, ambos sabían la procedencia del mismo, aunque en esa ocasión no sopesaron en él.

*

- No te lo había contado, pero, tú eres mi mejor amigo-

- Yo sé, es más, no me sorprendería que sea el único-, le repuso Jorge. Destapó la última botella que quedaba en la caja y se la alcanzó. – Sabes, desde que ustedes la vendieron o se la arrebataron, no lo sé, su casa parece más viva-.

- ¿Los nuevos inquilinos son tan alegres?-

- No creo que sea eso, ellos no nos cuentan ni buenas ni malas noticias. En cambio, con ustedes, todas eras malas.-

- Tampoco me sorprende-, le replicó mientras soltaba una media carcajada.

*

Nunca supe cómo expresar mis sentimientos. En algunas ocasiones, la felicidad me embargaba y los demás me resaltaban la seriedad de siempre; en otras en cambio, el terror me invadía y yo parecía el tipo más sereno del lugar. Cuando la mujer de la que me había enamorado me necesito hace casi siete meses, no supe acompañarla con un abrazo.

El día que falleció Danielito, algo en mí también murió. Al principio todo parecía de mero trámite, se trataba solo de un niño con una fiebre cualquiera. Le propuse a Karen comprar unas pastillas en la farmacia de la esquina, observar cómo Daniel reaccionaba a las mismas y que procuremos abrigarlo todo ese tiempo. Ella aceptó mi propuesta, pues de esa forma nos ahorrábamos algunas monedas de nuestro cabizbajo presupuesto mensual. Luego, la situación fue poniéndose más compleja. La fiebre no bajaba y en el hospital la atención era nula. Cuando por fin pudimos ser atendidos por un médico general, era tarde. El doctor nos dijo que se le había reventado el apéndice.

- Resulta llamativo comprobar que un órgano tan inútil pueda acabar con la vida de alguien-, dijo el galeno, mientras Karen y yo lo miramos entre furiosos y confundidos.

Desde aquel día, nuestra relación se vio menguada hasta el término. En cada discusión, Karen solía culparme de la desgracia. Tuve que aceptar un doble turno en el trabajo para terminar de pagar el costo del entierro. El nene apenas y hablaba, solía encerrarse en su habitación y salir de ella solo a la hora de la comida. Los pocos amigos en común que teníamos, luego de conversar con Karen, me esquivaban y atacaban. Por último, ella decidió botarme de su casa.

Ni siquiera en ese momento pude mostrar algo de personalidad. Agaché la cabeza y acepté todos y cada uno de sus reclamos. Cuando el nene salió de su recamara para abrazar a su madre y apoderarse nuevamente de su vida, yo abrí la puerta de la casa y terminé saliendo de las suyas.

*

- ¿Compramos unas más, mi hermano?-, le dijo Jorge mientras hacía una finta de buscar entre sus bolsillos.

- No, no, ya es tarde y tengo que ir a ver a mi mujer. Me ha dicho que quiere conversar con urgencia-.

- Uy, hermano, eso parece que va a estar bravo-, le respondió Jorge con cierta sorna.

- Ya lo creo, me parece que esta noche iré a dormir a tu casa-.

- Ay, nene, ya sabes que no hay problema con eso. Me das una llamada nomás-, le dijo casi riéndose.

- Tenemos algunos problemas con nuestros hijos…-, reflexionó antes de ser interrumpido por su amigo.

- Pero, ni siquiera son tuyos, no deberías-, sentenció su compañero. Al mismo tiempo, lo tomó del brazo y lo atrajo un poco hacía sí: -Recordando lo que dijo tu madre, eso de que el hogar es un refugio, ¿alguna vez regresaste a tu casa?-.

Se quedó mirando el final de la calle -No, nunca lo hice-. De un tirón se zafó de la mano de Jorge, –hasta ahora la habitación se me sigue haciendo grande e invulnerable-.

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