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miércoles, 19 de agosto de 2020

Gustavo Rojas/ La muerte viene en exclusiva (Serie: Cuento)

 




Cinco días nos tardó rastrear, en los archivos, más información sobre María Camila Bering Méndez. Ella era la única mujer nacida en el Perú que había sobrevivido al Holocausto. Ameritaba una entrevista para conocer su testimonio, al cumplirse, el próximo miércoles, 65 años de finalizada la Segunda Guerra Mundial.
María Camila vive, a sus 83 años, en su casa de San Antonio solo con la atención de su empleada. Luego de que sus padres y hermano murieron incinerados, ella permaneció refugiada en Holanda, país de origen de su padre. Él traficaba algodón de Sudamérica a Europa para abastecer a las principales empresas textiles.
La sobreviviente del Holocausto heredó bienes de los Bering Méndez que le sirvieron para afincarse en Europa junto a su esposo, Edward. En el Viejo Continente nacieron sus hijos, y luego sus nietos. Uno de ellos tiene 18 años, la misma edad de ella cuando fue apresada por los nazis.
El reportaje de La Nación de 1968 informa que, por auxilio humanitario, María Camila pisó ese año suelo peruano, territorio donde habían nacido. Desde este país continuaba exportando algodón al extranjero. Pero su empresa familiar fue confiscaba cuatro años después porque los contratos se firmaban a nombre de Edward Golden, un apellido muy extranjero para el presidente de entonces, un muy militar y chauvinista recalcitrante.
Ahora, yo estaba frente a la vieja Bering, priorizando su monumental testimonio sobre una época trascendental para la humanidad. Después de que se publique esta entrevista, el Consejo de Cultura la declararía Excelentísima Patrimonio Histórico.
Me mordía el corazón, las manos me sudaban, tenía ansiedad de que cuente todo, que hable más rápido, que vaya de frente a la declaración por la que he venido. «No, no se preocupe. Es muy amable, pero ya he venido comiendo, siga declarando», le respondí cuando me ofreció unos pastelillos.
Ella recordó que se escapó de su muerte segura, junto con otros dos muchachos, cuando viajaba al campo de exterminio. Pasaron tres días en el bosque sin alimentos. No me escandalicé de su desgracia, lo sabía todo por los periódicos. Le recordé que sus acompañantes murieron a balazos durante la huida. «Ay, no te creo, jovencito. ¿Es cierto lo que me estás diciendo?». Pensé que ella sabía el desenlace de sus compañeros. Me sorprendí por su reacción al tiempo que su rostro cambiaba por completo. María Camila trataba demostrarme las marcas de prisionera cuando un súbito infarto la adormeció. Desde su asiento recibía todo el espectro solar de la ventana. Su cuerpo era como la de una lagartija que convulsionaba sin decirnos adiós.
Empecé a balbucear. En mi desesperación, acaricié su corazón. «Dale respiración boca a boca», sugirió el fotógrafo. María Camila estaba inmóvil. Le puse mis dedos entre sus labios y le empecé a exhalar su pecho. Era como inflar un globo. Estaba perdido al no verla reaccionar. Esto nunca se había dictado en una clase de periodismo.
Jamás imaginé contemplar su inesperada muerte. ¿Cómo huir de este holocausto emocional?
—¿Y si la dejamos sin dejar rastros? —preguntó Javier, el fotógrafo. Dudé. Sentí culpa, mucha culpa.
—¿Cómo vamos a revelar, entonces, el testimonio de María Bering?
—Escribes que fue una entrevista realizada hace pocos años. Puedo tomarle fotos a este álbum antiguo y ya no publicamos las que acabo de tomarle... Vamos, se hace tarde.
—No —le repliqué y tardé varios minutos para decidirme en realizar una llamada.
Javier estaba desesperado. De su frente brotaba tanto sudor que caía sobre su cámara.
—¿Aló, comandante? Nos dicen que en la tercera calle Buenavista de San Antonio hay una persona que al parecer estaría muerta. Usted, ya sabe... los vecinos nos han llamado, jefe.
—Perfecto, Sergio. Tú siempre ganándonos con los muertos. Ya mandaré a mi gente por ahí.
Guardé el teléfono celular y le pedí a Javier que se lleve la foto antigua que tenía en sus manos.
“Tú siempre tienes la razón, amigo. Vámonos”.
—No, espera. La he besado. El peritaje puede descubrir los rastros de mi saliva y mis huellas. Mejor hay que quedarnos y lo contamos todo.
—Tú, estás loco. Cómo te vas a responsabilizar por eso. Ella murió así. Vámonos. No hay ningún vecino y la camioneta está esperándonos.
—¿Por qué actúas como un criminal? —lo increpé, pero ya se había ido.
Soy un miserable. Debo aceptar todo lo que acaba de pasar. Ya estaban pasando tres minutos desde que me había quedado solo con la vieja Bering.
Pensé en la posibilidad de que esa mujer podía ser mi abuela y no debía abandonarla. Pensé en el repudio de la prensa al tergiversar este hecho y, sobre todo, en los colegas cínicos que vendrían a derrumbar mis ocho años dedicados a este oficio. Mi vida dependiendo de las críticas. Mi vida acorralada por hacerme responsable de esta desgracia.
«¡Qué, por Dios! Qué puedo hacer», pensaba rendido.
Saqué mis cigarrillos de su paquete, los puse en su boca. Los encendí de dos en dos. No era consciente de que la sobreviviente del Holocausto iba a morir con los labios quemados, para que se oculten las huellas de mis labios. Rompí en lágrimas. Estaba débil y me temblaban las manos... Estaba mareado. La puerta acababa de abrirse.
—¿Sergio? Todavía sigues aquí. ¡Por Dios, qué le estás haciendo!
Volteé y la empleada acababa de gritar mi nombre, pero esta vez con temor. Detrás de ella, el médico legista se disponía a abrir su maletín y dos colegas de prensa ya me habían disparado sus flashes sin saber que era yo el rostro de su portada de mañana.

(Cuento finalista en el concurso literario " A toda página-2019)
 


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