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viernes, 28 de agosto de 2020

Darling Pérez/ Viaje a Disney World (Serie:Cuento)


 


Recuerdo cuando vi a Zoe por primera vez. Fue hace dos años y yo trabajaba como médico adjunto en el servicio de Oncología Pediátrica; aquel día la consulta médica estaba a cargo del doctor Thomas, un médico oncólogo con muchos años de experiencia en el tratamiento de diferentes tipos de cáncer en niños.

Zoe llegó con Marcela, su madre; se le veía muy angustiada por descubrir el diagnóstico de su hija, y nos contó que hacía varios meses Zoe tenía dificultad para gesticular, que los músculos de su rostro de un día para otro dejaron de funcionar, a tal punto que no la dejaban sonreír. El doctor Thomas la examinó minuciosamente y le solicitó algunos exámenes de laboratorio, a los dos días, Marcela regresó con los resultados; para nosotros era claro: los exámenes confirmaban que aquella niña de rubios rizados, a sus cortos seis años de edad, sufría de cáncer oligodendroglial, un tipo de cáncer muy raro, que afecta a un porcentaje pequeños de niños y ataca mayormente el sistema nervioso central, el cerebro y la columna vertebral.

Nunca pensé especializarme en oncología, menos aún en la especialidad pediátrica, el cáncer siempre me pareció una enfermedad con la que, si la decides enfrentar, debes aceptar perder y a veces aceptar que otros pierdan también.

Sin embargo, me decidí por esta especialidad cuando mi abuelo enfermó. A sus setenta y dos años fue diagnosticado con sarcoma en el hueso mandibular. Él me había enseñado a tocar guitarra, a piropear a una chica y a usar siempre un pañuelo en el bolsillo de mi pantalón. El cáncer no me lo quitaría. El día que me gradué como oncólogo, mi abuelo fue a la ceremonia, aunque para ese entonces ya estaba delicado, él quería estar ahí, cuando recibí el título de especialista lo miré desde mi lugar y lo señalé con el dedo, él mirándome, me sonrió y aplaudió. Mi abuelo falleció a los dos meses, no soportó la quimioterapia y el cáncer invadió sus pulmones y cerebro y, aunque suene raro, me invadió a mí también, esa fue la primera vez que el cáncer me ganaba una batalla y como trofeo se llevaba a uno de mis seres más queridos.

Cuando le dimos el diagnostico a Marcela, se puso a llorar. El doctor Thomas le dio el discurso que siempre les da a los padres de hijos con leucemia y otros tipos de cáncer, un discurso alentador: les pide que sean fuertes, que los niños no pueden afrontar su enfermedad si los padres se muestran tristes y derrotados, que el factor psicológico es muy importante en estos casos y que el hospital tenía los mejores profesionales en este campo y que todos lucharíamos junto a Zoe, que no estaría sola y que el cáncer no nos ganaría.

El doctor Thomas era uno de los fundadores del hospital, se había formado en Estados Unidos en la Universidad de Massachusetts, nunca tuvo hijos, y había sido esposo de Mary Travis, una estrella de Hollywood que dejó el cine para casarse con él, aunque murió en un accidente automovilístico cuando él estaba terminando su sub especialidad en la Universidad de Boston. Nunca más se casó de nuevo, entregó toda su vida a su carrera.

En su primera quimioterapia, Zoe entró confiada, no estaba asustada y traía en sus brazos un elefante de peluche. Cuando le pregunté por él, me dijo que se llamaba Lampy, que su papá se lo había regalado de niña para que la cuide y que hasta ahora hacía bien su trabajo. Saludé a Lampy estrechándole la trompa y le expliqué a Zoe lo que haríamos.

La quimioterapia es un tratamiento que se utiliza para matar a las células cancerígenas y se aplica en ciclos por vía intravenosa, para luego dar un periodo de descanso y empezar de nuevo. Para cuando Zoe terminó todos sus ciclos de quimioterapia indicados, había perdido mucho cabello, había perdido peso y la fortaleza del día que la conocí.

Pasados seis meses desde la primera quimioterapia, correspondía realizarle los exámenes de sangre para ver su evolución, Marcela trajo los resultados aquella tarde y todo fue malas noticias, las células cancerígenas no habían reducido en número, la quimioterapia convencional no estaba dando resultados. Marcela quedó devastada con la noticia y, para serles franco, yo también. Tras ver los resultados desfavorables de Zoe, el doctor Thomas decidió empezar cuanto antes el segundo ciclo de quimioterapia.

Durante ese tiempo en mis guardias nocturnas le llevaba a Zoe torta de chocolate con pecanas, su favorita, y conversábamos durante horas. Una de esas noches vio por televisión el anuncio del estreno de la película Frozen y me dijo que se la perdería por estar en el hospital. Al día siguiente, considerando que su evolución era favorable; decidí llevar a Zoe al cine con Camila, mi sobrina, hija de mi hermano mayor, de la misma edad de Zoe. Pensé que sería bueno que Zoe pasara tiempo con alguien de su edad, ya que ninguna de sus primas o amigas del colegio la visitaban, supongo que sus padres no las dejaban ver a Zoe, pensando que podrían contagiarse de alguna enfermedad dentro del hospital. Así que dos días después fuimos al cine con Zoe y Camila. Aquel día los tres usamos gorra, Zoe tenía vergüenza de su cabecita despojada de sus rubios rizados, y es que los estragos de recibir las drogas de la quimioterapia son así, hacen que los ángeles pierdan su cabello.

Después de ver la película fuimos a tomar un café, Zoe y Camila conversaban como si se conocieran de toda la vida. Yo las miraba y sonreía con las cosas que hablaban, inclusive planearon un viaje a Disney World al que yo estaba invitado.

Una noche, Zoe me confesó que todos los días se levantaba imaginando que estaba sana, que iba al parque con sus amigas y bailaba ballet con sus primas. Me dijo también que quería curarse y que no pensaba morirse sin conocer Disney Word.

Hablar de muerte con una niña de ocho años realmente te hace estremecer, es un sentimiento que no tiene nombre, no es natural que alguien afronte la posibilidad de morirse con tan poca vida. Cuando me lo dijo, yo le respondí que eso no pasaría y que además ella tendría que llevarnos a Disney World a mí y a Camila.

Cuando el segundo ciclo de quimioterapia terminó, el doctor Thomas y yo estábamos ansiosos por ver los resultados; recuerdo claramente el día que vimos los exámenes de Zoe. El doctor Thomas, a quien nunca le había escuchado una grosería en todos los años trabajando juntos en el hospital, al ver los resultados, exclamó: “¡Maldición, no puede ser!” Al escucharlo entendí que la terapia no estaba dando resultados, esa noche tuve que informarle a Marcela que el cáncer nos estaba ganando la batalla.

Aquella noche tras ver los resultados de Zoe no pude conciliar el sueño, me imaginaba junto a Camila en el café, conversando de nuestro viaje a Disney World, y puestos en la mesa los resultados de laboratorio desalentadores de Zoe, no podía aceptar que el tratamiento no diera resultados, así que me levanté de la cama, prendí la computadora y revisé todos los artículos relacionados con cáncer oligodendroglial y los tratamientos alternativos que se habían hecho alrededor del mundo. Leí artículo por artículo, conclusión tras conclusión, leí todas los abstracts de las mejores investigaciones sobre el tema, cuando ya eran casi las seis de la mañana y estaba por regresar a la cama, encontré un artículo sobre un estudio en Alemania, para el que usaron drogas experimentales, logrando la remisión del cáncer en el 50% de los pacientes. No podía creerlo, alguien en Alemania curaba a la mitad de sus pacientes. Indagué en varias páginas web hasta averiguar los números telefónicos del doctor Shultz, quien había encabezado esta investigación, y decidí llamarlo. Cuando converse con él, no me dio muchas esperanzas. Me contó que aquellas drogas estaban en etapa de investigación, puesto que habían producido trastornos psiquiátricos en algunos de los pacientes, e inclusive hubo casos reportados en su estudio de arritmias cardiacas que terminaron en muerte, motivo por el cual en Alemania se había prohibido su venta y distribución. Cuando el doctor Shultz colgó, sentí que la única esperanza que existía de curar a Zoe desaparecía, y me embargó un sentimiento de depresión muy fuerte, no aguanté y cogí el celular nuevamente y lo llamé, le pedí que me dijera donde podía comprar aquellas drogas, si existía algún mercado negro donde podía adquirirlas. Con un tono imperativo, me dijo:

-¡Ud. está loco!, no entiende que esas drogas pueden traer muchos efectos colaterales, que su paciente puede quedar con secuelas e incluso llegar a morir.

No aguanté y entre lágrimas de rabia e impotencia le respondí.

-Doctor Shultz, el que no entiende es usted. No entiende que en mi hospital hay una niña de ocho años que está esperando la cura de esta maldita enfermedad para poder viajar y conocer Disney World, quién es usted, doctor Shultz, para quitarle los sueños a esta niña, quien es usted, doctor Shultz, para negarle la vida a Zoe.

Con la frialdad que caracteriza a los alemanes, me dijo, llámeme en una hora, y colgó. Cuando llamé al doctor Shultz a la hora acordada, me dijo que aún tenía algunas cuantas dosis de medicamentos en su laboratorio particular, que podría enviármelas, que tenía exactamente las dosis para el tratamiento completo de un solo paciente y el cómo podría afectar a Zoe, sería única y exclusivamente mi responsabilidad; además me solicitó discreción total con respecto a nuestra conversación.

Esa misma mañana en visita médica le comenté al doctor Thomas lo que había investigado, los beneficios de usar estas nuevas drogas experimentales y que el famoso doctor Shultz, quien encabezó el estudio en Alemania, estaba dispuesto a donarme las drogas necesarias para el tratamiento de un solo paciente. Al doctor Thomas le pareció un disparate todo lo que le dije, como íbamos a exponer a un paciente a tantos efectos adversos, incluso también a la muerte. Se negó a usar estas drogas experiméntales y abandonó el cuarto en plena visita médica muy molesto.

Después de lo que me había costado convencer al doctor Shulz para que accediera a mandarme las drogas no podía aceptar un no como respuesta, así que decidí visitarlo por la tarde en su casa. Cuando llegué, lo encontré en su pórtico, estaba sentado en una mecedora de madera, bebiendo una copa de vino, cuando me vio se sorprendió y exclamó ¿Que hace acá doctor Harrison? Le respondí que teníamos que conversar; él me miró fijamente, me invitó a sentarme a su lado y me sirvió una copa de vino.

¿Ves esa estrella en el cielo? Me dijo, Esa que brilla más que las otras – agregó.

Sí, doctor -respondí.

Pues ahí está Mary. Ella y yo conversamos todas las noches desde que se fue, llegando del trabajo, vengo acá, me sirvo una copa de vino y converso con ella, porque así lo hacíamos antes y así prometimos hacerlo siempre. Me siento acá y le cuento como me fue en el trabajo, cómo va la hipoteca de la casa y de algunos casos del hospital, hoy he venido temprano para contarle de Zoe, de lo que me propusiste hoy en visita médica.

Doctor Thomas, de eso he venido a hablarle - le dije interrumpiéndolo.

¿Sabe porque nunca me casé de nuevo doctor Harrison? –preguntó.

No me case de nuevo porque no quiero perder a alguien otra vez, he evitado el apego emocional todos estos años, refugiándome únicamente en esta estrella, en esta estrella que siempre estará aquí, podrán pasar mil años y ella seguirá aquí, no hay opción de sufrir por perderla, porque eso nunca pasará. 

Yo lo escuchaba atento y estaba seguro de que esa noche no llegaríamos a nada, entonces tomó un sorbo de vino, me cogió el hombro con su mano izquierda y me dijo: “Que las drogas estén aquí el miércoles por la tarde, doctor Harrison. Debemos empezar esa terapia cuanto antes.”

Al día siguiente citamos a Marcela para explicarle en que constaba el nuevo tratamiento, le explicamos todos los efectos adversos que podrían presentarse y también la gran posibilidad que existía de ver sana a Zoe, Marcela no lo dudó y firmo el consentimiento médico de inmediato. Cuando recibí en mi departamento los medicamentos directamente desde Alemania, vi que el paquete tenía una nota escrita en alemán que decía: “Gracias por creer en esto, doctor Harrison, si uno no cree, nada empieza y nunca nada termina”.

El siete de febrero de este año empezamos el primer ciclo con las drogas experimentales. La respuesta inicial fue la esperada, Zoe termino de perder todo el cabello y las cejas, las náuseas y vómitos fueron más intensos, pero debíamos seguir, estos síntomas estaban descritos en el estudio del doctor Shultz.

Cuando terminó el primer ciclo de la terapia, extrajimos una muestra de sangre para ver si el nuevo tratamiento estaba dando resultados. Los resultados mostraban que las células cancerosas se habían reducido en un 20%, si bien es cierto no fue el resultado que esperábamos, era una cifra sumamente alentadora. La terapia estaba dando resultados, teníamos que seguir adelante, teníamos que creer como nos dijo el doctor Shultz.

Habían pasado casi cinco días desde la conversación con Zoe en su habitación, cuando me contó que despertaba imaginando que estaba sana y con deseos de curarse para poder ir Disney World. Yo no había dejado de pensar en eso; y si las terapias continuaban como iban, pensaba que en un mes podríamos organizar un viaje con su madre y Camila a Orlando, y que luego también podríamos viajar a Alemania para visitar al doctor Shultz y contarle los magníficos resultados del tratamiento con las drogas experimentales. por la mañana cuando Marcela trajera a Zoe a la quimioterapia le comentaría mis planes.

Esa noche mi teléfono sonó a las tres de la mañana. Marcela, llorando, me decía que Zoe se había puesto mal, que estaba sudorosa e inconsciente. Saqué el auto y manejé a toda velocidad a su casa, la puerta estaba abierta cuando llegué, entré corriendo hasta la habitación de Zoe y la encontré en su cama, inmóvil, tenía una sonrisa en el rostro y abrazaba a Lampi con su brazo derecho. Abrí los botones de su pijama mientras le pedía que despierte, puse mi estetoscopio en su pecho y los latidos de su corazón ya no se escuchaban, Zoe se había ido, había fallecido, le había dado un paro cardiaco producto de las drogas experimentales. Arrodillada a los pies de la cama, Marcela no dejaba de llorar, a los pocos segundos entró el doctor Thomas a la habitación. Vine en cuanto pude, dijo.

Me acerqué a él lagrimeando y le dije; se murió, doctor Thomas, Zoe se murió. El me abrazó, apretándome fuerte con sus brazos y empezó a llorar desconsoladamente, mientras maldecía diciendo: ¡Maldito cáncer, maldita especialidad que elegimos, maldito sea el doctor Shultz y su investigación, maldito seas tú, doctor Harrison!

Yo no podía moverme, estaba consternado, Marcela se levantó y nos abrazó por el costado y con una voz muy baja nos dijo, gracias, gracias, hicieron que mi Zoe sonría de nuevo.

Luego de la muerte de Zoe, el doctor Geldres continúo usando los medicamentos experimentales, él creía que podría determinar cuál era el error en su administración y un año después descubrió que combinándolos con fármacos inotrópicos administrados de manera interdiaria mejoraba la sobrevida de los pacientes, es decir estos fármacos inotrópicos que aumentaban la fuerza de la contracción del corazón, evitaban los infartos cardiacos, el efecto no deseado más importante de ese tratamiento. Nuestro servicio actualmente tiene una taza de curación superior al 85% de los pacientes. A nuestro hospital llegan pacientes de todas partes del mundo buscando curarse, hace unos días hemos inaugurado el pabellón de oncología pediátrica tratados con drogas experimentales con el nombre de “El Disney World de Zoe”, a la inauguración invitamos a Marcela y al doctor Shultz, que vino desde Alemania, para que sean los padrinos de este nuevo pabellón.

Zoe se fue, pero dejó un precedente enorme, fue pieza clave para descubrir la cura casi completa del cáncer, que ahora ya no gana la mayoría de las batallas. Ahora también ganamos nosotros. 

Todos los viernes por la noche visito al doctor Thomas en su casa, nos sentamos en su pórtico, abrimos una botella de vino y discutimos algunos casos difíciles del hospital, ayer por la noche descubrimos en el cielo una estrella muy pequeña cerca de la estrella de Mary, la llamamos Zoe.

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