Debo admitir que no soy
el mejor haciendo tomas impactantes de esas escenas tan desoladoras o
angustiosas, y que detesto la sección de policiales del diario El Libertador,
del cual formo parte desde hace un año; también debo reconocer que en algún
momento de mi vida pensé que era una oportunidad afable, pero sobre todo
servicial por parte de Elías, quien me recomendó a Javier, director del diario,
para comenzar a trabajar durante una época de incertidumbre en mis intereses. Y
aunque parezca totalmente azarosa la circunstancia por la que terminé
escogiendo el camino, entre mis reducidas opciones, de iniciar con ese tipo de
fotografías, no fue sino a lo que me encontraba subordinado por esa fuerza
inefable e invisible que llaman destino, puesto que jamás pasó por mi mente
estar obligado a ver por el lente empañado no solo con repulsión, sino con
desdén los sucesos que se protagonizaban en lugares lúgubres de esta ciudad de
matices endebles. No pensaba, repito, trabajar para la sección de policiales;
sin embargo, mi negativa ante tal propuesta hubiera resultado mucho peor: no
tenía otros ingresos económicos.
En definitiva, me fui adaptando mientras
luchaba por mi convivencia con toda la hostilidad que me producía mi propio
trabajo; las fotografías monótonas (y cruentas) inundaban mis pensamientos,
hilvanando historias que trataban de explicar el resultado gráfico que estaba
casi conminado a realizar. Las fotografías mostraban el lado más cruel y
sensible de una persona y retrataban el aspecto más vulnerable o culminante de
toda una historia: la muerte. El Libertador era conocido por mostrar imágenes
crudelísimas que, según Javier, quien las seleccionaba, vendían bien, pues
solía decirme, cada vez que me sentía cómplice de los crímenes o desmanes
fatales, que «a la gente le gusta el morbo, el horror; y esa es nuestra chamba».
Cansado, pensativo tras
un largo día, subiendo chirriantes peldaños, llegaba a la pequeña habitación
que me alojaba; allí no dejaba de pensar en las fotos que almacenaba la memoria
de mi cámara. Una vez imaginé que la foto que había tomado de una colisión de
vehículos en la avenida América era parte de una ficción (incluidos quienes
resultaron mortalmente heridos); imaginé que mi vida formaba parte de las
líneas de un relato sin desenlace; imaginé que no era el destino solamente el
que me censuraba; imaginé que todos descubren un momento de su vida en el cual,
sorpresivamente, se dan cuenta de que el protagonista no es quien vive la
historia, sino quien la maquinó —o escribió— convenientemente y la pensó con
anterioridad. No obstante, eran solo mis pensamientos; y cada mañana despertaba
aparentando sentirme dispuesto tener un buen día. Mis mañanas empezaban cuando
el ruido de los vehículos (cláxones y conductores vociferantes) se filtraba por
las ventanas y las paredes, llegando a incomodar mi ligero sueño desde
temprano; aunque muchas veces me llamaban del diario para indicarme que debía
ir de inmediato hacia un lugar específico, y yo no podía decir que no, no tenía
esa opción, no podía negarme. «No tardo, ahora tomaré un taxi», solía resignarme,
medio soñoliento, ante las indicaciones de cualquier llamado de nuestros reporteros
para ir y tomar fotografías.
Aún recuerdo la vez que,
aterrado y conmovido, dije que no tomaría esa foto, que era indecente, que no
respetaba le ética periodística, que yo no podía cometer esa deuda moral con
los familiares de esa víctima.
—Mateo, no voy a tomarle fotos
a ese cadáver –le dije a mi inseparable compañero, el reportero más audaz que
conocí durante aquel tiempo–; no puedo, es un niño.
—Ya conoces a Javier, sabes
que nos va a pedir esta nota —me contestó, seria y pesarosamente.
—Te digo que no puedo,
tómala tú.
—Yo no sé tomar fotos —enérgicamente—.
Debes hacerlo tú. Es lo tuyo.
—Si esta noticia se
publica, te aseguro que no podré seguir con esto. Es la última vez que tomo
fotos así —con voz temblorosa mientras apretaba el disparador de mi cámara y
sentía un vértigo que me desestabilizaba y me hacía temblar las manos.
En efecto, nunca más almacené
contenido tan explícito en la memoria de mi cámara. Ni bien entregué las fotos,
Javier decidió lo que me temía. Iba a publicar esa noticia en la portada de El
Libertador. Al enterarse, Mateo me llamó tratando de tranquilizarme. Cuando lo
escuché, me sentí el victimario, como si yo hubiera sido un cómplice. Nunca me
había arrepentido tanto.
Tras un insomnio
indescriptible, a la mañana siguiente, aunque no lo quería, leí en el titular
de la portada (me dejaban el periódico a la puerta de mi casa) lo siguiente: «Menor
pierde la vida a causa de su progenitor». Sería un despropósito mencionar las
lesiones que presentaba el cuerpo frágil y dócil del pequeño; la imagen era de
cuerpo entero y, al verla esta vez impresa, me produjo una sensación de pánico
y profunda tristeza. No pasó mucho tiempo
para que la opinión pública y el Colegio de Periodistas se pronunciaran y
criticaran esa portada. Evidentemente, Javier resultó despedido por los
gerentes del diario; decidieron tomar esa decisión para que la imagen de El
Libertador no resulte más perjudicada de lo que ya estaba. En ese momento pensé
en mi futuro, creí que no volverían a contratarme en este trabajo que en un
principio detestaba y que terminé por tolerar.
A pesar de que era muy
probable y estaba por aceptarlo, no me despidieron; ni a mí ni a Mateo. El
diario tuvo un cambio: las imágenes que ahora se mostraban (en algunos casos)
eran difuminadas o censuradas, y muy frecuentemente se decidía tomar fotos a
los daños materiales, antes que a los agravios físicos que sufrían los
perjudicados. No volví a saber nada más de Javier. Tampoco tuve comunicación
con él; pero hace poco lo llamé, lamenté lo que sucedió y lamenté no haberle
agradecido desde un inicio por haber confiado en mí y concederme el puesto en
este diario del que él fue director y en cual sigo trabajando.
Felicidades Adrián
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