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sábado, 28 de noviembre de 2020

ADRIÁN PÉREZ - FOTORREPORTAJE (SERIE:CUENTO)





Debo admitir que no soy el mejor haciendo tomas impactantes de esas escenas tan desoladoras o angustiosas, y que detesto la sección de policiales del diario El Libertador, del cual formo parte desde hace un año; también debo reconocer que en algún momento de mi vida pensé que era una oportunidad afable, pero sobre todo servicial por parte de Elías, quien me recomendó a Javier, director del diario, para comenzar a trabajar durante una época de incertidumbre en mis intereses. Y aunque parezca totalmente azarosa la circunstancia por la que terminé escogiendo el camino, entre mis reducidas opciones, de iniciar con ese tipo de fotografías, no fue sino a lo que me encontraba subordinado por esa fuerza inefable e invisible que llaman destino, puesto que jamás pasó por mi mente estar obligado a ver por el lente empañado no solo con repulsión, sino con desdén los sucesos que se protagonizaban en lugares lúgubres de esta ciudad de matices endebles. No pensaba, repito, trabajar para la sección de policiales; sin embargo, mi negativa ante tal propuesta hubiera resultado mucho peor: no tenía otros ingresos económicos.

 En definitiva, me fui adaptando mientras luchaba por mi convivencia con toda la hostilidad que me producía mi propio trabajo; las fotografías monótonas (y cruentas) inundaban mis pensamientos, hilvanando historias que trataban de explicar el resultado gráfico que estaba casi conminado a realizar. Las fotografías mostraban el lado más cruel y sensible de una persona y retrataban el aspecto más vulnerable o culminante de toda una historia: la muerte. El Libertador era conocido por mostrar imágenes crudelísimas que, según Javier, quien las seleccionaba, vendían bien, pues solía decirme, cada vez que me sentía cómplice de los crímenes o desmanes fatales, que «a la gente le gusta el morbo, el horror; y esa es nuestra chamba».

Cansado, pensativo tras un largo día, subiendo chirriantes peldaños, llegaba a la pequeña habitación que me alojaba; allí no dejaba de pensar en las fotos que almacenaba la memoria de mi cámara. Una vez imaginé que la foto que había tomado de una colisión de vehículos en la avenida América era parte de una ficción (incluidos quienes resultaron mortalmente heridos); imaginé que mi vida formaba parte de las líneas de un relato sin desenlace; imaginé que no era el destino solamente el que me censuraba; imaginé que todos descubren un momento de su vida en el cual, sorpresivamente, se dan cuenta de que el protagonista no es quien vive la historia, sino quien la maquinó —o escribió— convenientemente y la pensó con anterioridad. No obstante, eran solo mis pensamientos; y cada mañana despertaba aparentando sentirme dispuesto tener un buen día. Mis mañanas empezaban cuando el ruido de los vehículos (cláxones y conductores vociferantes) se filtraba por las ventanas y las paredes, llegando a incomodar mi ligero sueño desde temprano; aunque muchas veces me llamaban del diario para indicarme que debía ir de inmediato hacia un lugar específico, y yo no podía decir que no, no tenía esa opción, no podía negarme. «No tardo, ahora tomaré un taxi», solía resignarme, medio soñoliento, ante las indicaciones de cualquier llamado de nuestros reporteros para ir y tomar fotografías.

Aún recuerdo la vez que, aterrado y conmovido, dije que no tomaría esa foto, que era indecente, que no respetaba le ética periodística, que yo no podía cometer esa deuda moral con los familiares de esa víctima.

—Mateo, no voy a tomarle fotos a ese cadáver –le dije a mi inseparable compañero, el reportero más audaz que conocí durante aquel tiempo–; no puedo, es un niño.

—Ya conoces a Javier, sabes que nos va a pedir esta nota —me contestó, seria y pesarosamente.

—Te digo que no puedo, tómala tú.

—Yo no sé tomar fotos —enérgicamente—. Debes hacerlo tú. Es lo tuyo.

—Si esta noticia se publica, te aseguro que no podré seguir con esto. Es la última vez que tomo fotos así —con voz temblorosa mientras apretaba el disparador de mi cámara y sentía un vértigo que me desestabilizaba y me hacía temblar las manos.

En efecto, nunca más almacené contenido tan explícito en la memoria de mi cámara. Ni bien entregué las fotos, Javier decidió lo que me temía. Iba a publicar esa noticia en la portada de El Libertador. Al enterarse, Mateo me llamó tratando de tranquilizarme. Cuando lo escuché, me sentí el victimario, como si yo hubiera sido un cómplice. Nunca me había arrepentido tanto.

Tras un insomnio indescriptible, a la mañana siguiente, aunque no lo quería, leí en el titular de la portada (me dejaban el periódico a la puerta de mi casa) lo siguiente: «Menor pierde la vida a causa de su progenitor». Sería un despropósito mencionar las lesiones que presentaba el cuerpo frágil y dócil del pequeño; la imagen era de cuerpo entero y, al verla esta vez impresa, me produjo una sensación de pánico y profunda tristeza.  No pasó mucho tiempo para que la opinión pública y el Colegio de Periodistas se pronunciaran y criticaran esa portada. Evidentemente, Javier resultó despedido por los gerentes del diario; decidieron tomar esa decisión para que la imagen de El Libertador no resulte más perjudicada de lo que ya estaba. En ese momento pensé en mi futuro, creí que no volverían a contratarme en este trabajo que en un principio detestaba y que terminé por tolerar.

A pesar de que era muy probable y estaba por aceptarlo, no me despidieron; ni a mí ni a Mateo. El diario tuvo un cambio: las imágenes que ahora se mostraban (en algunos casos) eran difuminadas o censuradas, y muy frecuentemente se decidía tomar fotos a los daños materiales, antes que a los agravios físicos que sufrían los perjudicados. No volví a saber nada más de Javier. Tampoco tuve comunicación con él; pero hace poco lo llamé, lamenté lo que sucedió y lamenté no haberle agradecido desde un inicio por haber confiado en mí y concederme el puesto en este diario del que él fue director y en cual sigo trabajando.


 

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