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martes, 8 de diciembre de 2020

Guillermo Salvador Saldarriaga - Ascuas (Serie: Cuento)





 

Ningún testigo divisó ese momento o tal vez sí, pero nunca me dijeron y si lo hicieron no recuerdo porque a veces se me olvidan las cosas; sin embargo, esos días siguen presentes en mí como las cosas de hoy y también seguro las de mañana. Había entrado con rapidez el sol por una de las rendijas de mi casa hasta chocar con las paredes de la cocina cuando sentí quemante el cuerpo y lleno de aguijones la cabeza. En eso escuché pasos y una voz ronca que me decía: ya venimos, no faltes; y la puerta retumbó. Me recosté de nuevo en el lecho que esta vez parecía estar frío y lleno de aguaceros, cuando antes del ocaso ya estaba frente a mi cama con el torso desnudo, justo en ese instante Coqueta arremetió contra las paredes y las ventanas mal iluminadas próximas a mi habitación. Nunca había comprendido por qué Mariana había traído al animal. A mi padre no le gustaba, a ella creo que muy poco. 

 

No voy a negar que transcurrió media hora por lo menos hasta que la perra se calmara. Coqueta tenía dos años con nosotros. Era un conjunto de pelos castaños, lomo abultado, ojos muy vivos, orejas caídas y cola muy pequeña. Recuerdo que me quedó mirando. Luego se fue a su rincón y se puso a masticar algo duro, al menos eso creí.

 

Salí de casa. Cerré la puerta. Guardé las llaves. Y asalté las calles cubiertas por faros de neón que parecían puntos de fuegos y el cielo azulado. No es necesario repetir las cosas que sucedieron luego: rostros fríos y desconocidos, avenidas con nombres de sacerdotes y beatos, autos que surgían y pronto desaparecían, hasta que finalmente me perdí en una calle de muros verdes, parques, panaderías y uno que otro colegio, aunque un colegio por esos lugares me pareció insolente, diríamos que estrambótico. 

 

En adelante no sentí la piel quemante ni los aguijones en la cabeza, si un frío cabal que me cubrió de pies a cabeza; sin embargo, aquello no se dejó atenuar cuando tras cláxones y el tumulto de mierda que debía sortear, una silueta se me plantó o mejor dicho yo me acerqué a esa figura, la cual nunca supe su nombre, o si lo supe no era su verdadero nombre. La abordé. No me miró de arriba abajo como lo hacían las mujeres en esos momentos, mostró los dientes perfectos y a escasos minutos ya estábamos sentados en un tico cuyo mando lo tenía un hombre canoso y bigotón quien nos miraba a intervalos a través del retrovisor.

Pronto nos hallamos en un edificio de cuatro o cinco pisos cuyos muros melón y la luz sombría de los pasadizos y la recepción me dejaron casi perplejo. Por un momento pensé que un sujeto se plantaría ante mí y me hundiría una navaja o cuchillo en el cuello mientras Mayra, así se llamaba ella, con sus labios rojizos, más rojizos como los tenía en ese rato, soltaba una risotada o lanzaba alguna lisura en mi contra sosteniendo otra navaja o quizá una daga.

Pero no hubo navaja, ni cuchillo ni menos daga en los senderos rodeados por muros melón y luz tenue. Lo que pasó luego no sé si merece recordarlo: tumbados sobre el lecho exploré su mapamundi inmortal, me hundí en su vientre quemante y logré que los estertores surgidos de sus labios se dilataran por los pasadizos del edificio hasta morir en las calles de la Madre Patria y Antonio Velasco.

 

El segundo encuentro la esperé en el tercer piso de los corredores sombríos. Durante casi media hora, tal vez fue más, quedé estupefacto porque un gordo de camiseta roja y cabello desordenado espiaba por una de las ventanas mientras una heladez de menta se deslizaba por mi garganta.

-         ¿Quién mierda eres? – le iba a decir cuando en eso Mayra llegó.

Lucía un chaleco negro y al interior una blusa turquesa ajustadísima. Me dio un beso de fuego y otra vez entré en su espalda clara y sus colinas tersas y duras. Esa misma noche bebiendo un té caliente confesó que no tenía hijos ni novio, sino que ahorraba para cancelar los estudios de su hermano menor y para algún día viajar al extranjero. La quedé mirando.  Después agarró un station wagon y se perdió hasta no sé dónde.

Luego de año nuevo quedamos para vernos; sin embargo su voz, ni sus labios rojizos, ni menos sus ojos de gata y su piel, sin ninguna mácula, rozaron mi cuerpo durante esos días. Quedé hecho ridículo cuando una noche una mujer ventruda, de buenos pechos, por cierto, hizo que mi tiburón desesperado enflaqueciera cuando no llevábamos ni quince minutos frente a la luz tenue y muros melón.

 

Debí esperar un poco más, acaso tres o cuatro meses, cuando Mayra se plantó de nuevo frente a mí. Tenía la piel bronceada, el cabello largo, blusa blanca y el pantalón oscuro que reemplazaba al ajustadísimo jean que siempre portaba.

-         ¿Te estuve llamando?

-         No pude.

-         ¿Por qué?

-         No pude, simplemente.

-         Te llamaron otros, seguro. Eso es…

-         No, para nada.

-         Entonces…

-         Ya es mi año sabático. ¿No lo sabías?

-         Mentira.

-         Es en serio.

-         No te creo – le dije.

-         En verdad – respondió alzando las cejas.

-         Entonces, ¿Por qué sigues en esto?

-         Para ganar algo extra – dijo, y se rio.

 

Creo que también me reí, sin embargo, en esos tiempos en mi vida, o mejor dicho en mi familia, la dicha no era algo tan habitual en nosotros, y eso se comprobó claramente cuando una noche, en medio del tráfico, la voz de Mayra se apagó o quizá no fue su voz, sino que colgó el celular rápidamente; por esos días adyacente a nosotros vivía, acaso mi mejor amigo, Julio, quien luego de un reproche fuerte con su madre o algo por el estilo cayó al piso. Recuerdo que, en el hospital, a las dos o tres horas, abrió los ojos. Es problema del corazón – dijo luego su madre empapada en un aguacero interminable – pobre mi hijito. Así lo creí yo. Sin embargo, como mi amigo era joven, se recuperó en menos de una semana.

 

Con el amigo restablecido, y vuelta a la realidad, llamé a Mayra. Al principio parecía que un conjunto de voces se confundía con la suya. La segunda vez que marqué, ella contestó ya sin ninguna dificultad; sin embargo, a medida que los segundos avanzaban su acento se volvió insolente, hiriente. La tercera vez me habló con más dureza.

-         Estoy ocupada.

-         Te puedo llamar más tarde.

-         Ok. Y cortó.

A la medianoche agarré el celular. Tenía 3 tazas de café sobre el escritorio. Marqué. Era Mayra.

-         ¿Quién es? -dijo.

-         Soy yo.

-         ¿Quién yo?

-         Yo, te llamé hace rato.

Se hizo un silencio.

-         Soy yo. Acaso no me recuerdas.

-         No tengo tiempo para nadie, ahora, ok.

Se hizo otro silencio.

-         Disculpa, no lo sabía – fue lo último que le dije antes que ella colgara el celular.

 

Al día siguiente insistí, pero en el acto ella cortó el celular sin antes lanzar una lisura.

Entre sábanas y frazadas quedé hecho una ruina, incluso lloré y creo que lloré más o fue un gemido prolongado cuando un día tras los árboles la vi caminar junto a un gordo de polo rojo en el edificio melón y de luz intermitente.

Esperé dos horas entre sombras con el cuerpo frígido y el cerebro hecho un hervidero. En la quinta o sexta calle de los Santos la alcancé.  Tenía la mirada altiva, insolente.

-         Ya te he dicho que…

-         Sí lo sé – la interrumpí – pero no puedo evitarlo.

Pronto se enfiló hacia Portal Sur o quizá fue Vásquez Duarte.

-         Tú de nuevo – dijo pegándose a un muro gris.

 

Había sólo un hombre en el paradero. Es que vas a seguir así… Pero no pudo continuar. Lleno de odio la tumbé contra el piso. Ahí forcejeamos hasta que de repente una sombra o un conjunto de sombras y unas manos me sacaron de ahí. La hallé otra vez, pero luego de varios meses: había salido de la universidad cuando ante los faros de neón, el cielo azulado y un tráfico que más parecía un embrollo la vi entrar a un tico junto a un hombre barbón, narizón, de anteojos y camisa a rayas. La esperé a media cuadra de una casa gris de dos pisos. Pronto una voz, tal vez de niña o de niño, confesó lo que a lo mejor un montón de hombres hubieran querido saber: su nombre verdadero. Pero eso no importa ahora, la cuestión es que uno de los recodos de los Santos su voz se desbocó. ¡Tú…! ¡Sí, yo! Y el piso se estremeció. Y los tréboles y álamos se movieron increíblemente. ¡No…! ¡Sí!; y su voz o acaso una mezcla de estruendos o latigazos se estrellaron en el vacío más completo.

 

 

Reseña Biográfica


Poeta, cuentista y periodista trujillano. Nací el 20 de abril de 1986 en la ciudad de Trujillo, Perú. Licenciado en Ciencias de la Comunicación – Universidad César Vallejo de Trujillo, asimismo he estudiado en la Alianza Francesa -Trujillo. Mis textos enfocados en poesía romántica y relatos amorosos, sensuales y policiales se han publicado en el suplemento dominical del diario La Industria - Trujillo, Revista Cultural Amarte – Trujillo, la revista digital Taquicardia y en la revista Eiruku.

Asimismo, he laborado en diario Correo de Trujillo y Tumbes y en la revista digital www.sientetrujillo.com

He realizado la cobertura de la Feria Internacional de Libro de Trujillo correspondiente a los años 2017 y 2018.

Mi poema Underground fue publicado en la Revista Literaria Libre e Independiente (Lima)

 

 

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