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martes, 15 de noviembre de 2022

MIGUEL TORRES REYNA/ NZAL


 



Si eras el arquero, la primera pata de la N era tu palo derecho y la línea larga de la L el de la izquierda; dentro del arco, primero iba la Z y, juntita, la A, cuyo huequito triangular servía para hacer puntería con la pelota y lanzar apuestas que siempre ganaba Ricardo. El travesaño era una línea imaginaria que se prolongaba hacia ambos lados de la parte superior de la Z. Cuando la pelota tocaba en la Z, nadie reclamaba; pero si caía en el vacío que tiene la parte superior de la N o en el mar entre la A y la L, las broncas por saber si era gol se tornaban bravas y hasta podíamos agarrarnos a puñetes. Cuando eso ocurría, lo mejor era estar siempre del lado de Guillermo.

 

Guillermo tenía un superpoder: no podía sentir dolor. Físico, hay que precisar, porque del otro, del que atenaza el pecho y deja el estómago como amarrado y la garganta en silencio, pues de ese sí sentía y bastante. Aunque nunca lloraba. Ni siquiera cuando murió su madre y todos lloramos luego del entierro, sentados en círculo sobre el morrito de arena y piedras que dejaron sobre la tumba, callados, pensando que también nuestras madres iban a morir algún día. Pero la de Guillermo no debió hacerlo, porque dejarlo viviendo solo con el Loco Tano no iba a ser nada bueno, para ninguno de los dos.

 

El Loco Tano no era el padre de Guillermo. El padre de Guillermo era un tema del que solo podíamos hablar si estábamos dos o tres a solas, nunca delante de todo el grupo, nunca si Guillermo estaba cerca, salvo que fueras un suicida. El Chato Pedro tenía la teoría, escuchada en la tienda de abarrotes y chismes de la vieja Zoila, de que el padre era un trompetista colombiano de una orquesta de salsa que estuvo de gira unos días por nuestra ciudad, que se aprovechó de la virginidad de la madre de Guillermo, todavía adolescente, y se fue como si nada, dejándola encinta.

 

La vieja Zoila decía, o el Chato Pedro exageraba, que el músico era un negro alto y fuerte, con unos ojos grandotes que parecían no pestañear nunca y una sonrisota de choclo, como si siempre se acordara del mejor chiste que hubiera escuchado. Finalmente, sintiéndose más sabio, el Chato Pedro nos preguntaba: ¿Acaso Guillermo no toca de puta madre la trompeta en la banda del colegio? ¿Acaso no tiene una fuerza de toro ese cojudo? ¿Acaso, la otra vez, no escuchamos al Loco Tano gritarle «negro de mierda»? Pero Guillermo no es negro, replicaba Ricardo, y toca la trompeta porque es burro y sabemos que los de la banda del colegio siempre pasan de año así saquen malas notas. Entonces, el Chato Pedro retrocedía y volvía a echarle la culpa de la leyenda a la vieja Zoila, pero luego arremetía, aunque esta vez sin hablar de Guillermo, con la incuestionable verdad de que la vieja Zoila sabía la vida de todos nosotros e incluso sabía más de nosotros que nosotros mismos.

 

Luego de la muerte de su madre, Guillermo se entregó de lleno a la trompeta y a las broncas. Era un maestro con ambas. Con la trompeta ya no solo tocaba las monótonas marchas militares o las aburridas marineras, sino que los sonidos emanados de su boca y el metal generaban tanta fuerza y vibraciones que a todos llenaban el alma con unas abusivas ganas de bailar, incluso a los perros y a los árboles. Era salsa, pero era más que salsa lo que nos hacía escuchar Guillermo. Nosotros le decíamos, contentos de verdad, que ya estaba listo para Niche o los Latin Brothers. Y la vieja Zoila, siempre aguafiestas, rabiaba diciendo que esa trompeta iba a llamar a las lluvias y a los temblores.

 

Guillermo no solía alegrarse de su buena estrella musical. Tampoco se alegraba cuando, en las broncas —luego del debate e insultos necesarios para saber si era gol o no las veces que la pelota rebotaba sobre el lomo de la N-, quedaba con los puños manchados de sangre de los labios, narices, dientes, cachetes y frentes de sus rivales. Solo se largaba caminando tranquilo a su casa y nosotros atrás, volteando de vez en cuando para amenazar a los golpeados y gritarles que no vuelvan a meterse con nosotros, porque la próxima vez les iba a ir peor.

 

Pero con el Loco Tano nunca se enfrentó, a pesar de las palizas que le daba, muchas veces en la calle delante de nosotros, siempre por las huevas. Solo abría sus ojos y no dejaba de mirarlo ni un segundo, sin llorar, sin quejarse. Fue entonces que descubrimos su superpoder. «Guillermo no siente dolor», pensamos todos a la vez. Por eso nos pareció genial que luego de terminar el colegio se uniera al Ejército y se fuera a pelear en la guerra. Nuestro barrio tendría su propio Rambo, un conchasumadre que no iba a dejar que ningún terruco maricón volviera a matar ashánincas como vimos en la tele.

 

Unos años después, cuando volvió del servicio, seguía igual de callado. Lo invitamos a pelotear. Le contamos que otros militares como él habían llegado al barrio, pusieron el toque de queda y una mañana borraron las señales del arco. Ya no había ni la N ni la L, y también la Z y la A quedaron en blanco. No dejaron nada tampoco de VIVA EL PRESIDENTE GO ni de la O final. Ricardo dibujó un nuevo arco con un carbón y jugamos sin broncas. Ganamos.

 

Luego acompañamos a Guillermo a su casa, el Loco Tano lo esperaba en la puerta. Inesperadamente se abrazaron. En la madrugada nos despertó la trompeta de Guillermo, y no tocaba ni salsa, ni marinera, ni nada militar. Era un sonido extraño, parecía salir de lo más triste de la oscuridad, más triste que el paisaje del desierto y que los cerros grises y lejanos.

 

Después escuchamos el silencio.

 

Y después el disparo.

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