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domingo, 25 de junio de 2023

 






Madre, me cortaron pronto de tu seno sin notar la caída hasta el socavón

de miedos paranoides, me soltaron las palomitas antes de siquiera volar

junto a ellas, antes de que relama las tazas de cocoa fría

y que pida sonriendo otro panecito más.

Yo voy perdido cuando empieza a caer la tarde: el sol se me esconde…


Se acaba la tarde, te acunas en el vaivén de la silla de madera humedecida, reclinas el ángulo por la derecha, quizá buscando un solo detalle que te haga perder la idea de papá llegando hacia las cinco. Mientras, una polilla se posa en el lamparín de la cocina, su sombra nos resuelve, los años no se pasan y te veo con el pantaloncillo jean remendado, el del cumpleaños sexto, con las piernas recortadas, humillado en hilos a ver si levanto el rostro una última vez hasta ignorarlo.

Nos preparamos los bocados, la vieja rutina de reírnos solitarios sin saber empezar frente a las tazas de café pasado, tal que, si quisieran vibrar afiladas con la misma historia de siempre, saltarían a nuestras caras desde la mesilla. Ya listo, resoplas tímidamente, como antaño, el viejo papel de mascaretas que representamos: que, si ríes, lloro y si lloras, sonrío. Un juego tan sencillo como eficaz, aprendimos a hacerlo tan temprano, casi adivinando deprisa cuán importante sería en nuestros días.

Miras un último segundo hacia mis ojos, ¿llorarán antes de acabar nuestras memorias? ¿O llorarás tú cuando sientas que el recuerdo te paraliza? Es tu miedo, lo conocí así, todo mudo, calladito, tan sereno que asustaba terriblemente. Era un vaticinio auténtico, inevitable y hasta las costillas crujen ansiosas por el recuerdo de tu entraña traicionera y maldita. Suenan las siete, decides romper ese silencio temeroso cuando inicias.

«Piensa un solo instante en cada una de las flores que veíamos en el jardín de al frente. En cómo arrancabas una florecita, otra florecita y las deshojábamos mirando siempre desde nuestra ventana, absortos en sus colores y cómo se destruían y cómo lo disfrutábamos. ¿Recuerdas cuando se quedaba vacía la calle? Cuando el techo de Don Anselmo tapaba el flujo amarillo de la tarde hasta volverlo gris y arrugado, con las hojas verduzcas tan abandonadas de miradas, marchitando nuestros juegos, incluso así creíamos que de esa forma el jardín guardaba su belleza silenciosa y, dignos, aguantábamos hasta la mañana para volver a deshojarlo.

Todo era un ardid de nuestra fantasía infante, una irreverente excusa para olvidar que pronto, marcando las cinco, llegaría arrastrando los pies y entraría sin saber cómo abrir la puerta. Y cómo te abrazo asustado y cómo gritaría enfurecido en alcohol, y cómo nos llamaba el miedo por las manitas y te me corres de mis brazos para soltar el pestillo y sonreírle afectuosa cuando da el primer paso bajo el dintel. Yo miro aceptando el instante, apretado el corazón y abiertas las entrañas, ¿recuerdas que así sucedía?

Me abrazabas dulce cuando todo acababa. Sin reconocer si la mudez me hacía fuerte o sentía terror, si tus besos cubrían tu miedo o mostraban cuan terca eras. Y apuntábamos de nuevo hacia el jardín de enfrente, con las miradas adoloridas, con los techos de Anselmito, para seguir con esa tierna monotonía con que se nos pasaban las horas hasta la mañana. Y nos dormíamos con el fondo sonoro de sus pesados ronquidos a nuestro lado.

De pronto, “ya sale el sol, Menchito, ya falta poco” y te acariciaba. Escondidos bajo la misma colcha y con las boquitas apestosas porque olvidamos cepillarlas, “sí, Catita, solo déjame dormir otros siete minutos más”. Y no querías, tironeabas de mi polito rayado de Spiderman, de mi cabello largo y aceitoso, y te decía que no, aunque empezaba a levantarme sonriendo para deshojar más flores. Cómo me sonreías porque no limpiaba bien las legañas.

¿Recuerdas nuestras comidas? La mesa con el mantel de plástico viscoso por la grasa, la olla quemada del arroz de hace dos días y tú rasqueteando un poco para que almorzáramos los dos. Lo compartíamos y soportábamos juntos, y en sueños lograbas saborear el alcalino malestar que nos dejaba y yo aterrado de que lo descubra en esas bolsitas amarillas, que escondía bajo los tablones de la cama mientras quedaba tieso de licor.

Y cuando descubrí los sobres de mayonesa, que metía la mano en el cajón con candado, abriendo poco a poco el escritorio roto donde amontonaba todos sus libros: los de Oveja Negra, los negritos de Montaña Mágica. Estaban allí sin saber por qué, compartiendo vida con los paquetitos de vídeos pornográficos, con los paquetitos verdes que mareaban y con las monedas viejas y oxidadas.

¿Recuerdas que no supiste abrirlos nunca? Y yo, como un experto truhan, usaba los dientes que empezaban a brotarme para destajarlos por el borde izquierdo. Los echábamos por montones sobre el arroz negruzco y mohoso, sobre el hollín que se acumula con cada rasqueteada. Y se formaba esa masa viscosa que no podía ni probar por las náuseas que producía. “Pero Menchito, tú lo comes primero y yo te sigo”, lo deglutía inocentemente y “qué rico, Catita”, mientras me lloraban los ojos.

Solo aquel rito santo permitía que comieras una bocanada más de la pasta. Cómo la engullías, haciendo tus gestitos, sobando tu pancita y cerrando los ojos, creyendo en los días buenos que vendrían mañana. Entonces volvías a reír por tu niñez, tan divertida, desposeída de mi miedo, que nos acobijabas hasta que se escucharan ambos pies arrastrándose en el pasadizo, por el cuartucho alquilado, anunciado que las cinco de la tarde habían llegado otra vez.»

Te explotan los nervios y me tomas del brazo para acariciarme la testa, que infantes crecimos y cuánto sabemos que lo queríamos. Y solo lo observas sin saber qué sentiría de tanto maquillaje y de tanta sonrisa. Porque al olvidarlo qué poco nos ha quedado, que recuerdas con una compasiva sonrisa que te abrazó mientras dormíamos. Lo dices de nuevo tras tragar un sorbo duro de café, como muchas veces frente a las tazas: “¿Don Mariano acaso nos habrá querido?

Y aquí el féretro y cómo crecían: imaginando la tierra húmeda en el jardín y la acidez perfecta que debía de tener un tiro de mayonesa. Los observaba y eran tan mudos que jamás creí que existieran en verdad. Sus grititos parecían ahogados, saltarines y no dolían fuerte como el algodón con que me han rellenado. Mis puños deshojaban las líneas amarillas que dejaban correr los pisos del viejo Anselmo. ¿Los oyes? Que se sueltan de aquí para allá, acompañados de gritos de funeral.

Así lo oíste mucho antes y acaso habrías de notar que también lloré. Que te quería tanto y que sonaba iracundo el timbre a las cinco de la tarde, y que mi madre masticaba sus uñas rogando a las siete, “no me sueltes, Tatito, no me sueltes” y me estrujaba hasta sangrar sus nervios. ¿Eran tus memorias? ¿Las escuchas aquí junto a ellos? Hoy estamos presentes.

Y mis hijos cómo lloran y mi alma cómo quema, en mutismo, por sus miedos lejanos. Escucho y quizá, desde hace nunca, mi corazón cómo llora porque es tarde. Siento el peso de las andas que me alzan tan despacio y cariñosamente, el licor que se me escurre por los poros y mis manos que se comprimen para nunca hacerse en puños. ¿Lo recuerdas? Son las cinco de la tarde y antes de las siete me echarán encima el cemento; pero mis hijos, qué paz tan silenciosa, papá, que paz tan silenciosa les he dejado...

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