Como
hipnotizado, Axel contempla el lunar que decora el pezón derecho de Nicotina,
pequeño, oscuro, fundido con la piel. Rodea la circunferencia con el dedo
índice, de repente pensando en lo bello que es. Ella, atrapada entre el sueño y
la consciencia, se retuerce con suavidad al sentir la yema helada de aquel dedo.
—No podemos seguir con esto.
—¿Qué? —preguntó Axel, confundido.
En realidad, su nombre no era Nicotina. Axel la
llamaba así por los cigarros que acostumbraba fumar. Siempre que sus labios se
encontraban, él sentía el amargo sabor del alcaloide. No fumaba en su cuarto,
Axel se lo había prohibido; detestaba el aroma pegándose a los muros, a sus
sábanas, a los libros en los estantes.
—¿Qué haces? —pregunta Nicotina, riendo adormilada.
Axel no responde, continúa concentrando en recorrer
la circunferencia del suave seno, frío al tacto.
—Corrijo textos —dijo Axel con desinterés—, hago
ensayos…
Karaoke asintió con la cabeza, aprobándolo.
En realidad, no se llamaba así. Tenía una voz
hermosa que podía llegar a impensables notas agudas. Durante el sexo, sus gemidos
parecían los suaves y quedos cantos de una opera privada dirigida solo a él. Siempre
intentaba hacerlo cantar, decía que sus voces podían hacer un buen coro con las
canciones que elegía poner en el reproductor del portátil. Tenía unos lentes
que habrían sido cuadrados de no ser por los curvados bordes, los cuales
siempre chocaban con los suyos al momento de besarse. ¿Seguiría usando esos
lentes?
—¿Qué hemos hecho mal? —preguntó Axel. La voz se le
quebraba.
Nicotina sonríe, le remueve los cabellos.
—¿Hola? —pregunta—. Tierra llamando a Axel. ¿Qué?
¿Se te ha ocurrido otro cuento?
—Sí. Otro que trata sobre gatos —respondió Hongo,
orgullosa de sí.
Tenía un corte de pelo particular. También escribía,
aunque con mucha menos frecuencia. Le gustaba hablar de literatura infantil y
de cuentos y poemas sobre sus gatos. Nunca tuvo deseos de publicar, escribía
para ella y decía que eso era suficiente. Le quitaba su camisa favorita,
aquella roja con cuadros negros, y se la ponía a pesar que era una talla más
grande; pero qué bien le quedaba, mucho mejor que a él. Salía descalza de la
cama, exhibiendo sus muslos medio-escondidos por los bordes de la camisa. Se
detenía frente al estante de libros y sacaba uno al azar, regresaba con él a la
cama y se ponía a ojear las páginas mientras que él le acariciaba las piernas,
tan suaves, casi perfectas porque…
—Hannah…
—Baboso —dice Nicotina, burlona.
Se remueve hasta quedar encima de Axel. La luz del
poste, atravesando la única ventana de la habitación, cae sobre ella, pintando
su piel de anaranjado. La lluvia repiquetea contra la ventana, las sombras de
las gotas, arrastrándose hacia abajo por la superficie de cristal, atravesando
el panel, aterrizan sobre ella y parecen ejércitos de hormigas recorriendo la
arquitectura de su cuerpo. Ella toma las manos de Axel, hace que recorran sus
senos, sus caderas, las detiene en sus glúteos y sonríe, juguetona. No le da un
beso, sino que parece querer comerle los labios.
—Feliz Noche Buena —dijo Navidad, riéndose, formando
hoyuelos en sus mejillas.
—¿Qué soy para ti? —preguntó Rota, enterrando las
uñas en sus propias palmas.
—Manzanas, me gustan las manzanas —murmuró Gaia,
dándole un mordisco suave a la fruta que tenía en la mano.
—Nos estamos quebrando.
Axel detiene el beso con brusquedad. Confundida,
Nicotina frunce el ceño.
—Tengo que irme —dice él. Sale de la cama, casi
brincando, y va a por sus ropas desperdigadas por el suelo.
—¿Tan tarde? —pregunta Nicotina, extrañada—. ¿Y a
dónde?
Ya está vestido. Axel va hacia la puerta, la abre y,
antes de salir corriendo, dirige una mirada hacia Nicotina, sentada en la cama,
entre las sábanas arrugadas, sola, con los labios amargos porque estuvo fumando
antes de ir a verlo.
El pasillo es oscuro, casi no hay luz. Axel lo
atraviesa, dejando atrás puertas de otras habitaciones. Una bicicleta está
esperándolo a la entrada del patio, le quita el seguro con manos temblorosas,
gélidas y sudadas.
Afuera, la lluvia lo recibe y empapa su ropa, se la
pega al cuerpo como una segunda piel. Axel sube a la bicicleta y pedalea, las
llantas apartando el agua estancada que salpica con el impacto de más gotas,
tan grandes que duelen al caer sobre su cuerpo.
—Debe acabar.
Tres años no bastaron. Tres años entregado a la
fascinante exploración de otras pieles, de otras sonrisas y de otras caricias
no habían hecho más que recordarle la irrefutable verdad que día a día se
negaba a aceptar.
El claxon de un auto, gritándole de súbito, casi le
hace perder el equilibrio. Las calles se han vuelto riachuelos traicioneros en
donde uno puede resbalar al menor descuido. Un pensamiento cruza su mente:
quizá la muerte te salve. Pero para entonces ya ha llegado, ya baja de la
bicicleta, calado hasta los huesos, y ya llama a la puerta con golpes nerviosos
y desesperados.
Pero han sido tres años. Tres años en donde las
cosas cambiaron, tres años en los que ha mancillado la promesa que hizo una vez
bajo la sombra de un árbol, con el ruido de los autos y de los cobradores del
transporte público alrededor. Ya no tiene derecho alguno, ya no es digno. Debe
irse. Se da la vuelta, dispuesto a correr hacia la bicicleta, tirada en la
esquina, empapada, resbalosa.
Y entonces escucha el click de la puerta al
abrirse.
—¿Axel? —pregunta su voz—. ¿Qué estás…? ¿Qué haces
aquí?
Le dirá todo, le dirá que, sin darse cuenta, había
estado recolectando piezas para darle forma.
—Yo… yo…
Tiembla, las lágrimas se confunden con las gotas de
la lluvia impactando contra él, castigándolo como si fueran dagas de hielo.
—Te vas a resfriar —dice con ternura y medio en
reproche. Le toma de la mano y lo arrastra hasta el marco de la puerta,
refugiándolo del violento torrente del cielo. Suelta una risa incrédula—. ¿Qué
haces aquí?
—Yo…
Entonces Nicotina le da un pellizco. Axel abre los
ojos y está en el cuarto, la luz del poste se sigue filtrando por la ventana de
su pequeño cuarto, la lluvia sigue golpeteando la ventana.
—Te quedaste dormido —dice Nicotina, debajo de él,
sonriente.
Desorientado aún, los ojos de Axel vuelven a posarse
en el pezón derecho de Nicotina, en el lunar invasor y hermoso. Comienza a
besarlo, a lamerlo. Nicotina le pasa las manos por los cabellos, se retuerce y,
entre gemidos, le pide que no se detenga.
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