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martes, 15 de noviembre de 2022

MIGUEL TORRES REYNA/ NZAL


 



Si eras el arquero, la primera pata de la N era tu palo derecho y la línea larga de la L el de la izquierda; dentro del arco, primero iba la Z y, juntita, la A, cuyo huequito triangular servía para hacer puntería con la pelota y lanzar apuestas que siempre ganaba Ricardo. El travesaño era una línea imaginaria que se prolongaba hacia ambos lados de la parte superior de la Z. Cuando la pelota tocaba en la Z, nadie reclamaba; pero si caía en el vacío que tiene la parte superior de la N o en el mar entre la A y la L, las broncas por saber si era gol se tornaban bravas y hasta podíamos agarrarnos a puñetes. Cuando eso ocurría, lo mejor era estar siempre del lado de Guillermo.

 

Guillermo tenía un superpoder: no podía sentir dolor. Físico, hay que precisar, porque del otro, del que atenaza el pecho y deja el estómago como amarrado y la garganta en silencio, pues de ese sí sentía y bastante. Aunque nunca lloraba. Ni siquiera cuando murió su madre y todos lloramos luego del entierro, sentados en círculo sobre el morrito de arena y piedras que dejaron sobre la tumba, callados, pensando que también nuestras madres iban a morir algún día. Pero la de Guillermo no debió hacerlo, porque dejarlo viviendo solo con el Loco Tano no iba a ser nada bueno, para ninguno de los dos.

 

El Loco Tano no era el padre de Guillermo. El padre de Guillermo era un tema del que solo podíamos hablar si estábamos dos o tres a solas, nunca delante de todo el grupo, nunca si Guillermo estaba cerca, salvo que fueras un suicida. El Chato Pedro tenía la teoría, escuchada en la tienda de abarrotes y chismes de la vieja Zoila, de que el padre era un trompetista colombiano de una orquesta de salsa que estuvo de gira unos días por nuestra ciudad, que se aprovechó de la virginidad de la madre de Guillermo, todavía adolescente, y se fue como si nada, dejándola encinta.

 

La vieja Zoila decía, o el Chato Pedro exageraba, que el músico era un negro alto y fuerte, con unos ojos grandotes que parecían no pestañear nunca y una sonrisota de choclo, como si siempre se acordara del mejor chiste que hubiera escuchado. Finalmente, sintiéndose más sabio, el Chato Pedro nos preguntaba: ¿Acaso Guillermo no toca de puta madre la trompeta en la banda del colegio? ¿Acaso no tiene una fuerza de toro ese cojudo? ¿Acaso, la otra vez, no escuchamos al Loco Tano gritarle «negro de mierda»? Pero Guillermo no es negro, replicaba Ricardo, y toca la trompeta porque es burro y sabemos que los de la banda del colegio siempre pasan de año así saquen malas notas. Entonces, el Chato Pedro retrocedía y volvía a echarle la culpa de la leyenda a la vieja Zoila, pero luego arremetía, aunque esta vez sin hablar de Guillermo, con la incuestionable verdad de que la vieja Zoila sabía la vida de todos nosotros e incluso sabía más de nosotros que nosotros mismos.

 

Luego de la muerte de su madre, Guillermo se entregó de lleno a la trompeta y a las broncas. Era un maestro con ambas. Con la trompeta ya no solo tocaba las monótonas marchas militares o las aburridas marineras, sino que los sonidos emanados de su boca y el metal generaban tanta fuerza y vibraciones que a todos llenaban el alma con unas abusivas ganas de bailar, incluso a los perros y a los árboles. Era salsa, pero era más que salsa lo que nos hacía escuchar Guillermo. Nosotros le decíamos, contentos de verdad, que ya estaba listo para Niche o los Latin Brothers. Y la vieja Zoila, siempre aguafiestas, rabiaba diciendo que esa trompeta iba a llamar a las lluvias y a los temblores.

 

Guillermo no solía alegrarse de su buena estrella musical. Tampoco se alegraba cuando, en las broncas —luego del debate e insultos necesarios para saber si era gol o no las veces que la pelota rebotaba sobre el lomo de la N-, quedaba con los puños manchados de sangre de los labios, narices, dientes, cachetes y frentes de sus rivales. Solo se largaba caminando tranquilo a su casa y nosotros atrás, volteando de vez en cuando para amenazar a los golpeados y gritarles que no vuelvan a meterse con nosotros, porque la próxima vez les iba a ir peor.

 

Pero con el Loco Tano nunca se enfrentó, a pesar de las palizas que le daba, muchas veces en la calle delante de nosotros, siempre por las huevas. Solo abría sus ojos y no dejaba de mirarlo ni un segundo, sin llorar, sin quejarse. Fue entonces que descubrimos su superpoder. «Guillermo no siente dolor», pensamos todos a la vez. Por eso nos pareció genial que luego de terminar el colegio se uniera al Ejército y se fuera a pelear en la guerra. Nuestro barrio tendría su propio Rambo, un conchasumadre que no iba a dejar que ningún terruco maricón volviera a matar ashánincas como vimos en la tele.

 

Unos años después, cuando volvió del servicio, seguía igual de callado. Lo invitamos a pelotear. Le contamos que otros militares como él habían llegado al barrio, pusieron el toque de queda y una mañana borraron las señales del arco. Ya no había ni la N ni la L, y también la Z y la A quedaron en blanco. No dejaron nada tampoco de VIVA EL PRESIDENTE GO ni de la O final. Ricardo dibujó un nuevo arco con un carbón y jugamos sin broncas. Ganamos.

 

Luego acompañamos a Guillermo a su casa, el Loco Tano lo esperaba en la puerta. Inesperadamente se abrazaron. En la madrugada nos despertó la trompeta de Guillermo, y no tocaba ni salsa, ni marinera, ni nada militar. Era un sonido extraño, parecía salir de lo más triste de la oscuridad, más triste que el paisaje del desierto y que los cerros grises y lejanos.

 

Después escuchamos el silencio.

 

Y después el disparo.

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miércoles, 9 de noviembre de 2022

EL BOLERO DE LA MANDRÁGORA

 



El bolero de la mandrágora

 

A Eduardo Olguín

 

 

Eduardo Morales suele hurgar los by pass de madrugada, buscando al espíritu meón del humor negro. Esta noche me despertó a las cuatro de la mañana para contarme que halló a Pantaleón Pantoja bajo el by pass del óvalo Coca Cola; entre orines, condones y murales lisérgicos. Fue degradado a soldado raso, según le contó; y mostraba serios episodios de estrés post traumático: se comía las uñas, se cacheteaba la cara y cantaba “Arriba, arriba, arriba el Perú…”

 

-Hay un muchacho de 25 años llamado Tuluz; su deseo -aunque más parece arrechura de soldado de trinchera- como muchas veces escuché en sueños, es encontrar a la meretriz Mambia de Jamaica, que labora en algún night de esta ciudad. El mocoso quiere escucharla gemir en inglés y oír sus relatos de protestas en las costas británicas; quiere abandonar su castidad en una encerrona de líquidos culturales y bilingües. Llegué a esta dimensión porque siempre que Vargas Llosa critica sesudamente al comunismo, se abre un diminuto agujero interdimensional entre la Literatura y Bolivia. Así que completamente jodido y preocupado por ese arriola, crucé veloz manejando un carro Ford, que reapareció justo bajo este mugriento by pass donde se oyen ecos llaneros; luego el auto fue abordado por un enmascarado que viéndome dijo "ajá, con que llegaste" y marchó raudo -relató Pantaleón me dijo Morales; pero sigue aquí conmigo, te lo paso; estamos tomando unas chelas, a la vez que le hablo del partidazo Peñarol - Mannucci  y miramos fotos de Tuluz. Baja al toque, chapa un taxi. 

 

-No la hago, mañana por la madrugada sí le caemos pero antes haces la llamada ganadora a Rigoberto para encontrar a la tía -contesté semidormido. Moría de sueño; pensaba ¿por qué carajos Pantoja es obsesivo con la castidad de este Pitín Zegarra como para que viaje a mi ciudad? La conversa con mi pata había despertado a mi madre; que adormilada, sintonizó La Inolvidable... sonando Percal, te acuerdas del Percal. Previo a cerrar los ojos, canté bajito y al unísono con Bienvenido Granda la juventud se fue… Luego pensé... ¡pero qué bacán!, hoy en la noche conoceremos a uno de los personajes más bravos del universo Vargas Llosa. 

 

Cerré los ojos, lentamente ingresaba al sueño y oigo por telepatía: Mi coronel Murillo, tráigame un poncho, por favor.

 

 

Encontrar a Tuluz no fue tarea ardua, pues lo hallamos afuera del cine Chimú a unos pasos del Rigo que allí nos citó; sólo me sorprendió que la cara de Tuluz coincidía con la de un gran amigo mío, y en efecto, era él. En el carro del Rigo fuimos hasta donde Pantaleón; subió al auto: saludó a Tuluz diciendo la castidad no más será una virtud. Tuluz agradeció, replicando ¿qué novela estás leyendo? Rigoberto nos aseguró saber el paradero de la chica: que ésta fue separada de sus padres y la mandaron selva dentro cuando ellos decidieron incorporarse, adoctrinados de comunismo en Manchester y convencidos de que Sudamérica debe ser liberada, al MRTA; que en la Plaza de Iquitos desde hace diez años, un australiano anda desnudo persiguiendo la figura de la jamaiquina, enfermo porque no salió de un viaje de ayahuasca. La chica sí que sabe agitar el corazón, bros; ¡cuidado! -dijo el Rigo; ya los llevo, pero los dejo en la entrada y arranco. Llegamos al lugar: eran las típicas tres de la mañana, con sus postes moribundos y su luna mal agüera; y uno que otro taxi gualgo, que o bien transporta a pasajeros fantasmas o a Fernando Ampuero escribiendo Taxi Driver sin Robert De Niro. Rigo tocó dos veces el portón; emergió un rostro fiero con una cicatriz, apenas bajo el ojo derecho. Pasen, dijo. Espeso olor a cerveza, desesperanza, fluidos sexuales, saliva y sudor pobablan por completo el ambiente lascivo y fantasmagórico. Yo osado, le pregunto al de la cicatriz ¿y la jamaiquina? Bueno, bueno, causa, para eso se paga más… pero ya que vienes con ese soldado; vengan, vamos al bar; allí hay una puerta para acceder a un sótano. Bajamos. 

 

El escenario aquí se hallaba en las antípodas de lo que ocurría en el primer piso; en éste había un orden sofisticado y estricto: escritorio pulcro, biblioteca con clásicos de la literatura universal y discos de jazz y vals criollo dispuestos en estantes de roble; además de un añejo equipo de sonido made in Cuba, reproduciendo un vinilo de boleros. Dada nuestra impulsiva curiosidad nos fijamos en el escritorio; de espaldas un hombre cano tecleaba una máquina de escribir, con rectitud dramáticas. -¿Así que estás aquí, Pantaleón? -dijo el anciano, haciendo una pausa en su labor, colocando sus lentes sobre el escritorio. Pantaleón, volvió a decir el hombre cano, escribiré un relato donde cierras el portal dimensional en Cochabamba… pero descuida, escribiré además que creas otro donde llegas a un paraje que cesará tu miedo; pero dónde llegarás te lo diré en privado, ven conmigo. En un rincón cerca a la biblioteca, el viejo sirviendo un vaso de Pilsen Trujillo a Pantoja, le confesaba dónde aparecería. La conversación se detiene; el anciano nos mira agudamente a los tres, Pantaleón luce sereno.

 

-Tú, muchacho... Mambia está en ese cuarto al costado del equipo de sonido; ella sólo es un mito creado por mí para atraer a solitarios borrachos al primer piso, pero nunca descienden a mi guarida porque les borra la memoria con un beso en la frente y van frenéticos hacia las prostitutas, pero tú viniste con Pantoja -le dice el anciano a Tuluz, y agrega: Sólo aquí abajo puedo escuchar historias patéticas y heroicas, provenientes de aquella pocilga de arriba, que merecen ser noveladas. Es reconfortante saber que leíste mi poco feliz libro de cuentos donde la menciono; intuía que un solitario como tú la extraería a este plano. Nadie existe allá arriba; ese hombre de rostro enfadado pertenece a una novela que nunca publiqué. Ya entra, entra, muchacho; esa cara de jabalí en celo la he visto antes. Mi amigo ingresa corriendo; una luz verde fosforescente ilumina la habitación.

 

-¿Y ustedes dos? -con voz desafiante pero amigable, pregunta el hombre cano. Mi nombre es Alfredo; yo soy Eduardo; somos aficionados a la literatura. En ese instante Morales sufrió una metamorfosis: nariz dorada, traje de astronauta sin casco, peinado mohicano y plateado; e incorporó riendo, quiten esa mala cara compadres, que los va a matar esa amargura… esa amargura… esa amargura… pero si tengo esta mala cara es porque mis zapatos pesan cien kilos más que mi fe católica. El anciano y yo sonreímos; pero Eduardo reía con tal éxtasis, que arriba el hombre furioso alzó las cejas y se permitió un segundo de sonrisa. Mi amigo muy enfermo de risa, ingresó a un estado de pleno relajo; luego abrió completamente los ojos, emergiendo luces rojas de estos, diciendo Alfredo, él que está a tu lado es Mario Vargas Llosa. Tuluz desde el cuarto ¡¿quéééééééé?! pero nunca salió el muy arriola, Pantaleón se miraba frente a un espejo que reflejaba saludos militares. Por mi lado, sorprendido pero no intimidado, dije: Es de ptm conocerte; con mi idioma español fortalecido te pregunto ¿qué fue del Poderoso Ford? Vargas Llosa sonrió con las manos entrelazadas y nos dijo bienvenidos; incluso tú Tuluz. Eduardo regresó en sí, y cantó -con voz burlona- tabaco, tabaco, tabaco y sucede esta pegada aleatoria donde Mario conoce a tres peruanos que creían en El monstruo de los cerros y miraban Pompinchu. Todos reímos; incluído Pantaleón, el ultra pajero de Tuluz y Mambia que reía diciendo you are an motherfuckers, buddies.

 

 

Eduardo con nariz dorada, traje de astronauta sin casco y corte mohicano plateado levitaba inexpresivo; pero olía en sus ojos que deseaba descansar, que quería crear con solo desearlo una silla para distenderse. Vargas Llosa y yo dejamos de reír, y nos mantuvimos en silencio: ambos nos imaginábamos bebiendo unas espumosas cervezas alemanas con Feinhals e Ivana, en el bar Queirolo de Lima; nos veíamos animados y dispuestos a pedir una segunda ronda de heladas, pero Mario salió de sí, y me dijo ¿así que también con héroes literarios ejemplares que patearían culos abusivos? En efecto, respondí; estoy convencido de que Feinhals debe patearle el culo a Fujimori pero con botas militares compradas en el mercado negro donde  los chilenos las compran para patearle el culo a Pinochet y los venezolanos a Chávez. La risa de ambos volvió. El tipo de arriba se permitió una segunda sonrisa y los borrachos iniciaron lastimeros relatos que las meretrices oían embotadas de noche y cansancio. La madrugada señoreaba en Trujillo; desde el mar de Buenos Aires idílicos cristales de sal y agua estimulaban la memoria olfativa de los que estábamos en el burdel y el bunker. -¿Con qué eres Alfredo? -dijo Mario. -Alfredo Murillo; me llamo así porque jode tener treinta y dos años, y no elaborar buenos flashbacks y raccontos como un mediano escritor de treinta y dos años que ama la Literatura -contesté, en tanto respondía un mensaje de WhatsApp. 

 

La redacción del mensaje tomaba segundos, segundos que inquietaban al escritor; por lo que exclamó, con la seriedad y dulzura de los buenos abuelos, dirigiendo la mano a la barba para repasarla, ¿debe ser una persona muy importante para que dejes la charla con un nobel de literatura? -Sí don Mario, es mi novia -respondí, echando un vistazo a todo el ambiente: Eduardo levitando, Tuluz y Mambia en el cuarto gimiendo como puercos; pero no hallaba a Pantaleón, por lo que regresé la mirada a Vargas Llosa para seguir conversando y descubrí una chispa en su pupilas: en ellas veía cómo imaginaba a Pantoja cruzando otro portal; dos segundos después, desplazando mi mirada a la derecha, mis párpados contemplaban asombrados que Pantaleón estaba reducido a solo piernas evaporándose, en aquel mismo rincón donde momentos antes charlaba con Mario. Superado mi estupor pregunté: ¿don Mario qué es realidad y qué es ficción, es la letra a del abecedario idéntica a la que pronunciamos? Eduardo despertó sintiendo curiosidad por mi pregunta pero rápido retornó a su catatonia; Vargas Llosa y yo nos miramos hacia dentro por un breve momento hasta llegar a Arequipa y Chepén, después nos perdimos contemplando la luz fosforescente de la habitación de Tuluz y Mambia que era tan potente como la filosofía misma. Cuando de pronto Vargas Llosa, como hombre del llano, liberó una confesión: al Rigo, el hombre que los trajo en carro aquí, lo conocí afuera del cine Chimú, el día que fui a documentar historias de ese centro cultural para un libro; él pugnaba por entrar, porque estaba poseído por la creencia de que dentro operaba un prostíbulo de mujeres barbudas y siamesas; entonces decidí que este hombre sería quien transporte a los borrachos que leen el cuento de Mambia, y que sería también éste quien la adorne ante ellos de adjetivos eróticos, luego se sumió en el sopor causado por el aroma del mejunje de Sampedro, que el Rigo preparaba allá arriba rodeado de borrachos y meretrices. Éste me escribió por WhatsApp Flaco, más tarde caeré para preguntarle al tío, esta vez ya que se deje de vainas, y me diga sobre las sirenas nadando en piscinas inflables adentro de ese cine chonguero; el Tony Montana de arriba me cambió la llave de la puerta por dos cox. Mi amigo de rodillas, mirando hacia abajo con la puerta abierta, arrojó una manguera que echaba tibias humaredas de sampiter; desde la puerta oía además nuestras sedadas conversaciones, para constatar que el cine Chimú no operaba como chongo de fenómenos circenses.

 

Eduardo -ya despierto-, el Nobel y yo nos sentamos sobre un sofá que estaba al lado del escritorio y nos unimos tanto a éste, que mudamos a un solo organismo; estábamos embrujados por el sampedro, por el lujurioso olor que provenía del cuarto de la jamaiquina donde Tuluz la penetraba disfrazado de enano circense, y por el dulce y borrascoso bolero doos gaardeniaas para ti, con ellas quiero decirr. Nuestros seis ojos se transformaron en un animal salvaje, que repentinamente siente calma; relajados, miramos en simultáneo la pared del fondo del búnker. En ella pendía una inédita foto enmarcada del Che Guevara -que sólo poseen los primeros y más grandes izquierdistas, que vivieron los agitados aires de la revolución cubana- : estaba el Che junto a García Márquez; el Che vestido con una blanquísima guayabera y García Márquez usando un rotundo traje de guerrillero; ambos ampliamente sonrientes, con la revolución tintineándole en los ojos, circundados de vegetación y chozas. Después, como un fatigado parpadeo, lentamente apareció Pantaleón Pantoja en la fotografía: en medio de ambos, abrazándoles, colmado de sonrisa… y con una chispa en la mirada evidenciando que rebeldía e inteligencia no son incompatibles. 

 

Con los tres sumergidos en el trance de la fotografía, y Tuluz junto a Mambia conversando cómo Inglaterra recibió inmigrantes jamaiquinos en sus costas, se anuncia dentro del búnker un tercer bolero que fermentado con malas horas lujuriosas, melosos borrachos cantineros y dulces peleas de gatos callejeros despliega su tristeza caribeña Loos aretess que lee faltaan a la lu´na loos tengoo guardadoss paraa hacerte un collaar… El Rigo sabiendo que el Chimú ya no es más un chongo porque oyó a Mario decir en ese cine no hay humanidad, hay sólo fantasmas y desperdicios, lo tengo todo registrado, va en pos de otros aretes que están en el fondo del mar para así ganar las caricias de las lujuriosas almas en pena, del viejísimo cine. Soon mi únicaa foortuna y te´ los voy a darr… 

 

 

Abro los ojos: son las cinco de la mañana de un sofocante verano limeño del año 1998; aún el sol no ilumina sus dominios, pero en mis oídos todavía suena ese viejo bolero cubano que mi abuelo escuchaba en Chepén. El sueño me había trasladado hasta la norteña Trujillo, ciudad que visité dos veces; miré al techo, esperando que abra sus puertas para mirar al cielo y preguntar a las alturas por qué ese sueño; no se abrieron. En la t.v -encendida porque es función suya ser talismán para alejar mis pesadillas- transmitían los pormenores del Festival Internacional de la Primavera de Trujillo, que ya estaba por finalizar -era un programa repetido, de esos que auxilian a los insomnes. Concluye el programa; son las seis de la mañana e inicia el himno nacional, y es en la mitad de éste, que el televisor se apaga abruptamente, y en su negra pantalla aparece el rostro anciano de Vargas Llosa, que estirando su mano me dice Vamos a festejar; has creado un universo alternativo en Trujillo del año 2021:  El Rigo es el alcalde provincial, Eduardo Morales presidente del Perú, Tuluz y Mambia congresistas y ahora mismo hay un concierto en la azotea del edificio Servat celebrando la legalización de la marihuana y el ingreso de capital finlandés para potenciar industrias, colegios, comedores populares, hospitales y burdeles en La Libertad, una clara victoria del descentralismo; toma tu mochila, y entra por la pantalla. Así lo hice; delante del carro Ford que el Rigo usaba para transportar a los hechizados por Mambia, Pantaleón -con acento cubano- me dice Vamos, vamos a vivir, vamos a lanzarla al concierto; desde dentro del televisor, apoyados de espalda contra el auto, observamos que mi techo despliega sus selladas alas; y desde más allá de la estratósfera escuchamos una voz estentórea pronunciar: 

 

¡Viva el Perú carajo!









jueves, 3 de noviembre de 2022

Sidney Carton / La locura + Nostalgias - 2 Poemas.

 



La locura


Me desespera saber que estás del otro lado, amor mío. 

El sentirte mía y saber que eres plenamente ajena. 

¡Ay, amor! Me desespera esta esperanza burda de juntarnos. 

Este deseo tonto de encontrarnos a mitad del puente. 

Y ser felices colgados en mitad de la nada, cual astros del cielo.


¿Qué hora es? ¿Es tarde? ¡Esperemos que todos duerman! 

Yo te iré a buscar esta noche, por todos lados te buscaré. 

¿Dónde estás que no te encuentro? ¡Mi amor! ¡Mi amor! 

¿Acaso no escuchas este llamado agónico y triste? 

Mira que tengo sucias y doloridas las manos de tanto buscarte. 


Ya el rubicundo sol se dibuja por los cerros cotidianos. 

Hay tanto vacío entre el alba azul y el crepúsculo lúgubre. 

Todo es así desde aquel día que te fuiste, ¡todo tan triste! 

Odio el alba y su sol matutino, ¿a quién le gusta el tiempo canícula? 

En cambio, la noche, ¡ay la noche! ¡que hermosa es la noche!


Otra vez iré a buscarte, todas las noches iré a buscarte. 

No me cansaré jamás de buscarte; porque te extraño. 

Nadie sabe cómo te extraño, 

cómo me dueles en cada parte de mi ser. 

Tampoco me han visto buscarte por las noches, 

no han visto cómo te busco por las noches, ¡ay, mi amor! 

Ellos dirían que esto es locura, ellos no lo entenderían. 

Si se enteraran que te busco ya no me dejarían buscarte, ¡idiotas!


Perdóname amor, ya sé que estás enojada. 

Yo también metí tierra sobre ti aquella tarde de agosto. 

No sabía lo que hacía, te juro mi amor, ese día estaba loco. 

¡Perdóname! Ahora ya lo entiendo, sé que estás enojada por eso. 

Te extraño. Me dueles. Cómo me haces falta. ¡ay, que dolor! 

Esa ternura que sentía a tu lado, tan cálido eran tus brazos, 

ahora la noche solo es fría, triste, oscura, callada, fea…


Sé que estás bajo dos metros, recuerdo bien aquella tarde. 

Todos te enterramos en una cajita de madera áspera y fea. 

Te voy a encontrar, mi amor, ya solo me falta escarbar un metro. 

Ya sé que estás al otro lado, que no eres mía, ya lo sé. 

Pero voy a encontrarte y seremos felices colgados del tiempo.



Nostalgias


Después de un largo periodo de amor intenso, 

de amor mágico, de amor tierno, de amor amar; 

una tarde nostálgica le encontró en brazos de otra. 

Ella decidió que era mejor irse, largarse de su lado. 

Pero, ¿dónde estaría certeramente sin él? 

Ya no va a los lugares de siempre, los parquecitos son ahora lugares desconocidos, 

los cafés, los cines, los bares, hay que eludirlos, 

esos también tienen, desgraciadamente, algo de él.


Por las noches él se multiplica, 

tiene total libertad para vivir en ella,

 y total plenitud para vivir sin ella, 

¡Pobrecita! ¿cómo se larga uno llevándose todo?

 Hay que reemplazar los recuerdos: piensa.

 Se viste, se maquilla, se arregla: está bonita.

 Los hombres la coquetean, la invitan a salir, 

en plena plenitud ella decide que no, 

entiende que no quiere a nadie más que a él.


Se resigna y se decide a escoger a uno, 

con el tiempo le llegaré a querer, se dice. 

¿Será que el amor es cuestión de tiempo? 

De pronto está decida a elegirlo, luego piensa, 

¿el amor se elige? Se lamenta, pero se decide a estar con aquel. 

En ese amor vespertino que le ofrece aquel, 

ella intenta vivir sin recordar a él. 

¡Fracaso! ¡Total fracaso! 

En cada cosa que hace aquel está él. 

Aún lo quiere, lo acepta al fin.


¿En qué lugar estaría certeramente sin él? 

Siempre lo supo, o si no, era cuestión de tiempo. 

Pero hoy ya lo sabe: solo existe un lugar. 

Ella se mete en el armario, 

con un metal pesado acaricia la tentación, 

el olvido la seduce con su ancha felicidad,

 ella jala el gatillo… 

¡Por fin! Un lugar sin él.

Por ahí una notita sobre la mesa: 

“las nostalgias también matan, 

a veces las balas no, 

lo sé, porque yo morí de nostalgia”.


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Biografía: 

Nació en el año 2001, en algún pueblito lejano que se esconde entre cerros y neblinas. Actualmente vive en la ciudad de Trujillo, estudia la carrera de Derecho en la Universidad Nacional de Trujillo (UNT). Hasta el momento no ha realizado ninguna publicación, no obstante, ha escrito diversos cuentos y poemas. Le gusta el anonimato, ya que, quizá heredó, de alguna manera, el espíritu tímido y conservado de Ribeyro, por ello, todos sus trabajos siempre se publicarán bajo un seudónimo.