Buscar este blog

lunes, 19 de febrero de 2024

CINCO NIÑOS APLASTADOS, UN CUENTO DE: LUIS VEGA.

 


Entrar en el Alejandría fue sencillo: aledaña a él hay una construcción destartalada, sin puertas ni ventanas, que hace mucho sirvió como el ayuntamiento de la ciudad. Una noche luminosa, mis amigos y yo atravesamos el orificio de la entrada, alcanzamos el muro que colinda con el colegio, trepamos con el apoyo de un pupitre avejentado y una asta sin bandera, colocados con anterioridad, y descendimos del otro lado sobre una mesa de madera. Si algún vecino observó nuestra operación, probablemente no distinguió más que sombras fugaces; pero, con cada paso que dábamos, sentía el miedo arremolinándose en mi interior, y mi corazón latía con más y más fuerza. No quería estar allí; desde el primer momento, me invadió el fuerte impulso por escapar.

Éramos cinco y teníamos doce años. Kevin tomó el liderazgo.

—Vamos, por aquí está el salón de música —dijo.

No entendí cómo podía ubicarse. La leyenda que contó se limitaba a los hechos, sin aludir detalles, y, según sus palabras, era la primera vez que entraba al colegio, al igual que nosotros. Pensé que mentía, que solo pretendía conocer el camino para ser el que iba a la cabeza, y eso me molestó. Si no lo cuestioné fue por la seguridad de su voz. También porque temí estar en su lugar.    

El Alejandría no se parecía a ninguna escuela que había visto, sino más bien a un cuartel. Tiene dos patios de cemento, uno para el recreo y otro para las marchas, pabellones largos e intimidantes en la oscuridad, aulas angostas, casi idénticas desde el exterior, y muros tan altos y gruesos que contenían toda la podredumbre rampante.

Allí sentía que soñaba. Era una contradicción imposible: un colegio, el sitio más organizado que conocía, abandonado, podrido, destrozado y, finalmente, maldito. Una tristeza brotó en mi garganta, y reprimí las ganas de llorar. Busqué en mis amigos las mismas emociones que me embargaban, pero, si las tenían, debieron esconderlas mejor que yo, porque solo vi excitación y asombro.

Augusto fue quien ubicó el salón de música por una clave de sol pegada en la puerta. La luz de la luna ingresaba por las sucias ventanas, revelando la decadencia de pisos y paredes, y distinguí, en el fondo del aula, libros desparramados, tablones apilados como pirámide y una almohada amarillenta. Noté que ahora los cinco estábamos asustados; eso me tranquilizó un poco.

Caminamos despacio, nos sentamos en los pupitres y, como niños castigados, permanecimos en silencio durante un tiempo que no puedo calcular, entre cinco a veinte minutos.

—Bueno —dijo José finalmente—. ¿Y ahora?

—Haz algo —Gonzalo le ordenó a Kevin.

Él miraba al techo de concreto. Lo imitamos, temerosos, en busca de señales del desprendimiento, pero estaba tan oscuro que apenas distinguimos algo. Gonzalo encendió la linterna de su celular y revisó cada centímetro, pero no encontró nada. Repitió el proceso, y seguimos atentamente el paso de su luz. Nada. La cubierta era la parte mejor conservada del aula. Mis amigos se decepcionaron. Su diversión se veía cuestionada.

—Tal vez este no es el sitio —comentó Augusto.

Kevin se apresuró a decir que sí era el salón de música, pero que el dueño lo dejó como nuevo para vender el local. La aclaración no convenció. Gonzalo le dijo mentiroso a nuestro guía, y este le respondió con un insulto más fuerte. José intentó calmar las aguas, pero fue en vano. Pronto, el alboroto se apoderó de la quietud de la noche.

Yo era el único callado, ajeno por completo a ellos. El miedo en mis entrañas, que se había calmado para entonces, me indicó el lugar exacto donde los niños quedaron aplastados, y no pude apartar la vista de ahí, ni moverme, ni hablar. Vi el fatídico instante, una y otra vez, hasta que el terror se esparció como líquido por todo mi cuerpo; nubló mis ojos, llenó mis oídos, y la quimera volvió a caer, en un estruendo infernal, a pocos centímetros de mis pies.

José, que siempre fue amable conmigo, puso su mano en mi hombro, lo que me hizo saltar.

—¿Estás bien? —me preguntó.

Pero antes de que pudiera responder, escuchamos aquel ruido horrible, atroz (y era metálico) encima de nuestras cabezas.

Mis amigos gritaron mi nombre, pero no me detuve, no los esperé; corrí con todas mis fuerzas, lejos del salón, a ninguna parte. El mismo horror que me había paralizado me empujaba hacia adelante, y pensé que me perseguía un enemigo invisible, monstruoso; quizás los fantasmas de los niños destrozados.

Recuperé el control en el patio de recreo, cerca de unos juegos metálicos. Mientras tomaba aire, me di cuenta de lo que había hecho. El silencio reinaba de nuevo en el Alejandría.

“¿Estarán bien?”, me pregunté.

Entonces surgió la vergüenza. Giré hacia el pabellón que había abandonado, deseando con toda mi alma encontrar a mis amigos. Por un instante, me pareció ver niños en el carrusel oxidado del patio, pero afiné la vista y todo quedó claro. Estaba solo.

Me faltó valor para responder mi pregunta. Al llegar a casa, lloré amargamente hasta quedarme dormido.

—¡Oye, correlón! —me llamaron.

También tiraron piedritas a mi ventana, pero lo que en realidad me despertó, de un sobresalto, fue escuchar sus voces. Sin cambiarme ni nada, salí a la calle y los encontré con una sonrisa piadosa. ¡Qué alivio fue verlos! Estaban bien y muy felices. Me disculpé con ellos, avergonzado a más no poder, pero apenas me escucharon.

—¡Los vimos! —exclamaron—. ¡Vimos a los niños! Justo cuando te fuiste. Eran cinco, flotaban en el aire, y eran muy pálidos y se movían con el viento. Parecían de papel.

Qué cara habré puesto para que se rieran de mí. Les pedí que juraran que decían la verdad, y lo hicieron de buena gana. Era una posibilidad que no vi venir; la peor de todas, tal vez. Ellos intentaron animarme, pero no lo consiguieron. Me había dado cuenta: ahora eran uno, los unía su gran hazaña, y yo me quedé solo, tan solo como en el patio de juegos del colegio abandonado.

Dos noches después, volví al Alejandría sin decirle a nadie. Hacía frío y el cielo estaba oscuro. Mi corazón se retorcía, mis entrañas hervían. La quimera me esperaba en el salón de música; podía escucharla caer perpetuamente y, para esquivarla, evité observar tanto el techo como el piso. Fue incómodo caminar así, pero dio resultado; porque el miedo no volvió a poseerme. Me senté en la silla del maestro, detrás del deteriorado escritorio, y esperé.

Inicialmente el tiempo voló como un vendaval. A medida que me tranquilizaba, fue yendo más despacio, y pareció detenerse. Mi temor se convirtió en impaciencia, luego en rencor, tristeza, cansancio, y lágrimas de impotencia rodaron por mi rostro. Decidí partir. No vi a ningún fantasma.

Noche tras noche, seguí visitando el salón de música hasta que los vecinos curiosos notaron mi presencia, y me confundieron con otro de los fantasmas del colegio.