Entrar en el Alejandría fue sencillo:
aledaña a él hay una construcción destartalada, sin puertas ni ventanas, que
hace mucho sirvió como el ayuntamiento de la ciudad. Una noche luminosa, mis
amigos y yo atravesamos el orificio de la entrada, alcanzamos el muro que
colinda con el colegio, trepamos con el apoyo de un pupitre avejentado y una
asta sin bandera, colocados con anterioridad, y descendimos del otro lado sobre
una mesa de madera. Si algún vecino observó nuestra operación, probablemente no
distinguió más que sombras fugaces; pero, con cada paso que dábamos, sentía el
miedo arremolinándose en mi interior, y mi corazón latía con más y más fuerza.
No quería estar allí; desde el primer momento, me invadió el fuerte impulso por
escapar.
Éramos cinco y teníamos doce años. Kevin
tomó el liderazgo.
—Vamos, por aquí está el salón de
música —dijo.
No entendí cómo podía ubicarse. La
leyenda que contó se limitaba a los hechos, sin aludir detalles, y, según sus
palabras, era la primera vez que entraba al colegio, al igual que nosotros. Pensé
que mentía, que solo pretendía conocer el camino para ser el que iba a la
cabeza, y eso me molestó. Si no lo cuestioné fue por la seguridad de su voz.
También porque temí estar en su lugar.
El Alejandría no se parecía a
ninguna escuela que había visto, sino más bien a un cuartel. Tiene dos patios
de cemento, uno para el recreo y otro para las marchas, pabellones largos e
intimidantes en la oscuridad, aulas angostas, casi idénticas desde el exterior,
y muros tan altos y gruesos que contenían toda la podredumbre rampante.
Allí sentía que soñaba. Era una
contradicción imposible: un colegio, el sitio más organizado que conocía,
abandonado, podrido, destrozado y, finalmente, maldito. Una tristeza brotó en
mi garganta, y reprimí las ganas de llorar. Busqué en mis amigos las mismas
emociones que me embargaban, pero, si las tenían, debieron esconderlas mejor
que yo, porque solo vi excitación y asombro.
Augusto fue quien ubicó el salón de
música por una clave de sol pegada en la puerta. La luz de la luna ingresaba por
las sucias ventanas, revelando la decadencia de pisos y paredes, y distinguí,
en el fondo del aula, libros desparramados, tablones apilados como pirámide y
una almohada amarillenta. Noté que ahora los cinco estábamos asustados; eso me
tranquilizó un poco.
Caminamos despacio, nos sentamos en
los pupitres y, como niños castigados, permanecimos en silencio durante un
tiempo que no puedo calcular, entre cinco a veinte minutos.
—Bueno —dijo José finalmente—. ¿Y
ahora?
—Haz algo —Gonzalo le ordenó a
Kevin.
Él miraba al techo de concreto. Lo imitamos,
temerosos, en busca de señales del desprendimiento, pero estaba tan oscuro que
apenas distinguimos algo. Gonzalo encendió la linterna de su celular y revisó cada
centímetro, pero no encontró nada. Repitió el proceso, y seguimos atentamente el
paso de su luz. Nada. La cubierta era la parte mejor conservada del aula. Mis
amigos se decepcionaron. Su diversión se veía cuestionada.
—Tal vez este no es el sitio
—comentó Augusto.
Kevin se apresuró a decir que sí era
el salón de música, pero que el dueño lo dejó como nuevo para vender el local. La
aclaración no convenció. Gonzalo le dijo mentiroso a nuestro guía, y este le
respondió con un insulto más fuerte. José intentó calmar las aguas, pero fue en
vano. Pronto, el alboroto se apoderó de la quietud de la noche.
Yo era el único callado, ajeno por
completo a ellos. El miedo en mis entrañas, que se había calmado para entonces,
me indicó el lugar exacto donde los niños quedaron aplastados, y no pude
apartar la vista de ahí, ni moverme, ni hablar. Vi el fatídico instante, una y
otra vez, hasta que el terror se esparció como líquido por todo mi cuerpo;
nubló mis ojos, llenó mis oídos, y la quimera volvió a caer, en un estruendo
infernal, a pocos centímetros de mis pies.
José, que siempre fue amable
conmigo, puso su mano en mi hombro, lo que me hizo saltar.
—¿Estás bien? —me preguntó.
Pero antes de que pudiera responder,
escuchamos aquel ruido horrible, atroz (y era metálico) encima de nuestras
cabezas.
Mis amigos gritaron mi nombre, pero
no me detuve, no los esperé; corrí con todas mis fuerzas, lejos del salón, a
ninguna parte. El mismo horror que me había paralizado me empujaba hacia adelante,
y pensé que me perseguía un enemigo invisible, monstruoso; quizás los fantasmas
de los niños destrozados.
Recuperé el control en el patio de
recreo, cerca de unos juegos metálicos. Mientras tomaba aire, me di cuenta de
lo que había hecho. El silencio reinaba de nuevo en el Alejandría.
“¿Estarán bien?”, me pregunté.
Entonces surgió la vergüenza. Giré hacia
el pabellón que había abandonado, deseando con toda mi alma encontrar a mis
amigos. Por un instante, me pareció ver niños en el carrusel oxidado del patio,
pero afiné la vista y todo quedó claro. Estaba solo.
Me faltó valor para responder mi
pregunta. Al llegar a casa, lloré amargamente hasta quedarme dormido.
—¡Oye, correlón! —me llamaron.
También tiraron piedritas a mi
ventana, pero lo que en realidad me despertó, de un sobresalto, fue escuchar
sus voces. Sin cambiarme ni nada, salí a la calle y los encontré con una
sonrisa piadosa. ¡Qué alivio fue verlos! Estaban bien y muy felices. Me
disculpé con ellos, avergonzado a más no poder, pero apenas me escucharon.
—¡Los vimos! —exclamaron—. ¡Vimos a
los niños! Justo cuando te fuiste. Eran cinco, flotaban en el aire, y eran muy
pálidos y se movían con el viento. Parecían de papel.
Qué cara habré puesto para que se
rieran de mí. Les pedí que juraran que decían la verdad, y lo hicieron de buena
gana. Era una posibilidad que no vi venir; la peor de todas, tal vez. Ellos
intentaron animarme, pero no lo consiguieron. Me había dado cuenta: ahora eran
uno, los unía su gran hazaña, y yo me quedé solo, tan solo como en el patio de
juegos del colegio abandonado.
Dos noches después, volví al
Alejandría sin decirle a nadie. Hacía frío y el cielo estaba oscuro. Mi corazón
se retorcía, mis entrañas hervían. La quimera me esperaba en el salón de
música; podía escucharla caer perpetuamente y, para esquivarla, evité observar tanto
el techo como el piso. Fue incómodo caminar así, pero dio resultado; porque el
miedo no volvió a poseerme. Me senté en la silla del maestro, detrás del
deteriorado escritorio, y esperé.
Inicialmente el tiempo voló como un
vendaval. A medida que me tranquilizaba, fue yendo más despacio, y pareció
detenerse. Mi temor se convirtió en impaciencia, luego en rencor, tristeza,
cansancio, y lágrimas de impotencia rodaron por mi rostro. Decidí partir. No vi
a ningún fantasma.
Noche tras noche, seguí visitando el
salón de música hasta que los vecinos curiosos notaron mi presencia, y me
confundieron con otro de los fantasmas del colegio.