Gallinazos volaban
raudamente haciendo círculos entre unas abigarradas nubes que pugnaban por
cubrir al lejano Sol que caía impasiblemente para desangrarse sobre el
horizonte, tiñendo el manto celeste de una cromática nostalgia. Surcando el crepusculo,
esas aves sobrevuelan los verdes e imponentes cerros y montañas de la sierra
ayacuchana, como si esperasen el momento oportuno para posarse sobre el antes
floreciente valle, ahora campo de batalla.
-
¡me rindo, por favor, me rindo!
-
¡Tira tu arma al piso y ponga las manos en
la nuca!
-
¡Está bien, pero no me hagan daño, se lo
ruego!
-
¡Contra el suelo carajo! ¡A la tierra boca
abajo tírate!
-
¡Me obligaron a pelear, yo no quise, se lo
juro, no me mate, señor!
-
¡Calla la boca y haga caso inmediatamente,
mierda!
Ni un ruido se escuchaba
después de todos los estruendos de los balazos, sólo los gritos hacían ecos que
retumbaban en los lejanos cerros de hierba y pierda. Casi toda la tarde había
durado la feroz lucha, ambas tropas batallaron encarnizadamente hasta quedar
reducidos a unos cuantos hombres. Pero terminaron venciendo las fuerzas
militares, el joven sargento Juan ya tenía bajo la planta de su bota al último
rebelde que se había quedado sin municiones ni compañeros. Lo veía tendido y
temblando sobre el yermo gras escuchando sus súplicas, pensando en darle el
fulminante golpe como a todos los que había atrapado en esa situación. Sin
embargo, su implacable actuar se vio trastornado, no por el cansancio ni por
las súplicas de aquel hombre, sino porque, arranchado una vez su pasamontañas revelando
así su rostro, el joven sargento Juan reparó en algo de lo cual no se llegó a
saber nunca nada, pero que inexplicablemente lo sumió en una perplejidad como de
quien devela un misterio incognoscible en un viejo recuerdo. En el completo
silencio, el pensamiento de sus memorias se mezclaba con el chillido del
viento, de los gallinazos, de unas gaviotas, de olas…
-
¡Aaaasssuuu! ¡Mira mami esos pájaros,
mira, mira esa laguna que grandaza que es!
-
Se llama mar, hijo. Anda, pero no te
alejes mucho.
-
Solo quiero ir acasito pa’ meter mis
pieses.
-
Pero ten cuidado con las olas, que ahí no
es como en Punkucocha.
-
¡Alalay! Está recontra fría. ¡Pprrrffff!
Esta agua es recontra salada.
-
¡No la tomes! Ya ven, ven para acá,
hijito.
-
¡Ya, ahoritita!... Ma’, verdad ¿y mi
papacito? ¿no vendrá aquí a la playa con nosotros?
-
Se tuvo que ir en la mañana antes de que
despiertes porque tuvo que regresar urgente allá al pueblo, no te preocupes, ya
lo alcanzamos mañana, Juan.
Cuando volví a mi pueblito,
todo lo hallamos destruido, nuestra casita estaba derrumbada como nuestro
porvenir, es que a papá no lo encontramos, nunca más lo vimos ni a mis hermanos
mayores, pues como contaban los vecinos entre lágrimas como vinieron varios
encapuchados que arrasaron con todo, incluso llevando a varios hombres y
mujeres, y nosotros tristes y desamparados nos fuimos a buscar fortuna allá en
Trujillo, donde mi padre tenía algunos hermanos, donde mis tíos nos acogieron
en su pequeña casa familiar, por un tiempo, mientras mi madre trabajaba
vendiendo frutas en el mercado y yo empezaba a ir a la escuela, así pasando lo
que restaba de mi infancia y empezaba mi pubertad y adolescencia, hasta que
ella enfermó de tuberculosis y tuve que abandonar los estudios para trabajar
todo el día, vendiendo caramelos, lustrando zapatos, limpiando parabrisas,
haciendo maromas, vendiendo diarios donde me enteraba como el país se iba al
demonio, y así un sinfín de peripecias pasé en una ciudad indiferente de una
sociedad indolente como la peruana en la década donde gobernaba Alan García
arruinando el país, hasta al punto de que la paupérrima situación me hizo
llevar a mi madre hasta Lima para que se cure mejor, para encontrarme con una
situación peor porque en esos días en la capital todo era un caos, por eso un
día que trabajaba por la calle de la capital, unos policías en un batida me
pidieron identificación y resultó que yo tenía el mismo apellido que unos
terroristas buscados, me detuvieron y me interrogaron, yo no sabía nada, sólo
que era un completo ignorante que sólo tenía esa perra vida y a mi santa madre,
que pensaba que mi padre y mis hermanos estaban muertos, quizás me creyeron,
pero de todas maneras me llevaron forzadamente a las filas militares con la
promesa de ayudarme económicamente a mí y a mi madre a la que hicieron regresar
a Trujillo cuando estuvo mejor para yo irme y despedirme hasta no se sabe
cuándo, tan solo siendo un mocoso de 16 años, para aprender todo lo que se
aprende en el arte de las armas, para saber cómo matar sin ningún remordimiento
hasta a tu propio hermano, a los cuales nunca creí poder encontrar porque cada
batalla en la que participé, con una profunda incertidumbre, era una trifulca
de nadie sabe quién a quien matas, sólo haces el deber que te ordenan y así
recorriendo, disparando, matando en cada pueblo de la sierra peruana a los
supuestos rebeldes, ganando condecoraciones, sobrevivía con la remota esperanza
de volver a ver a mi madre y con el sempiterno terror en medio de esta guerra.
-
Qué ocurre mi sargento. Ya acábelo de una
vez para poder irnos.
-
No, lo dejaré ir. Es un rendido.
-
¡¿Cómo?! ¿Usted hablando así? ¿qué le
pasa?
-
Nada, cabo. Sólo que ya estoy harto de
esto y cansado. No haga tantas preguntas. ¡Corra sabandija, antes de que me
arrepiente!
-
Se lo agradezco, gracias, gracias.
-
¡Lárguese de una vez, carajo!
“Toda esta mierda se
trata, al final, de personas que no pueden perdonarse. De un supuesto poder
contra otro. Yo no he tenido educación, pero sé que todo esto acabará cuando se
aprenda de compasión, y ya quiero que acabe esto para mí”, pensaba el joven
sargento Juan mientras se dirigía a recoger algunas cosas disimulando el
terrible cansancio que lo invadía. En el momento que sus soldados se disponían
a hacer lo mismo, repentinamente se escuchó un disparo que provino no se supo
dónde. Juan miró a su pecho y se palpó la hemorragia por donde manaba su sangre
que caía en la húmeda tierra, cayendo después él de rodillas. Sus compañeros
inmediatamente se dispusieron al contraataque con las sombras que salieron como
de la nada de entre los árboles y a él le quedaron unas últimas fuerzas para
dirigir su mirada a donde estaban las finales luces del atardecer, sus últimos
segundos se le fueron contemplando el excelsitud del cielo que ya no parecía
tener temporalidad. Sabía que ya no le pertenecía todos los problemas, todo el
dolor, toda la sangre derramada que vio a lo largo de su vida que tampoco ya le
pertenecía, que ahora le era tan fugaz mirando la bóveda infinita tras las
nubes oscuras y palpitantes. Esbozó una moribunda sonrisa antes de caer
completamente de bruces entre flores manchadas. Ya no escuchó nunca más los
disparos que llegaban de todos lados.
Ya era de noche y los gallinazos
aguardaban cerca, en la copa de unos árboles.