Buscar este blog

domingo, 23 de octubre de 2022





Gallinazos volaban raudamente haciendo círculos entre unas abigarradas nubes que pugnaban por cubrir al lejano Sol que caía impasiblemente para desangrarse sobre el horizonte, tiñendo el manto celeste de una cromática nostalgia. Surcando el crepusculo, esas aves sobrevuelan los verdes e imponentes cerros y montañas de la sierra ayacuchana, como si esperasen el momento oportuno para posarse sobre el antes floreciente valle, ahora campo de batalla.

-         ¡me rindo, por favor, me rindo!

-         ¡Tira tu arma al piso y ponga las manos en la nuca!

-         ¡Está bien, pero no me hagan daño, se lo ruego!

-         ¡Contra el suelo carajo! ¡A la tierra boca abajo tírate!

-         ¡Me obligaron a pelear, yo no quise, se lo juro, no me mate, señor!

-         ¡Calla la boca y haga caso inmediatamente, mierda!

Ni un ruido se escuchaba después de todos los estruendos de los balazos, sólo los gritos hacían ecos que retumbaban en los lejanos cerros de hierba y pierda. Casi toda la tarde había durado la feroz lucha, ambas tropas batallaron encarnizadamente hasta quedar reducidos a unos cuantos hombres. Pero terminaron venciendo las fuerzas militares, el joven sargento Juan ya tenía bajo la planta de su bota al último rebelde que se había quedado sin municiones ni compañeros. Lo veía tendido y temblando sobre el yermo gras escuchando sus súplicas, pensando en darle el fulminante golpe como a todos los que había atrapado en esa situación. Sin embargo, su implacable actuar se vio trastornado, no por el cansancio ni por las súplicas de aquel hombre, sino porque, arranchado una vez su pasamontañas revelando así su rostro, el joven sargento Juan reparó en algo de lo cual no se llegó a saber nunca nada, pero que inexplicablemente lo sumió en una perplejidad como de quien devela un misterio incognoscible en un viejo recuerdo. En el completo silencio, el pensamiento de sus memorias se mezclaba con el chillido del viento, de los gallinazos, de unas gaviotas, de olas…

 

-         ¡Aaaasssuuu! ¡Mira mami esos pájaros, mira, mira esa laguna que grandaza que es!

-         Se llama mar, hijo. Anda, pero no te alejes mucho.

-         Solo quiero ir acasito pa’ meter mis pieses.

-         Pero ten cuidado con las olas, que ahí no es como en Punkucocha.

-         ¡Alalay! Está recontra fría. ¡Pprrrffff! Esta agua es recontra salada.

-         ¡No la tomes! Ya ven, ven para acá, hijito.

-         ¡Ya, ahoritita!... Ma’, verdad ¿y mi papacito? ¿no vendrá aquí a la playa con nosotros?

-         Se tuvo que ir en la mañana antes de que despiertes porque tuvo que regresar urgente allá al pueblo, no te preocupes, ya lo alcanzamos mañana, Juan.

Cuando volví a mi pueblito, todo lo hallamos destruido, nuestra casita estaba derrumbada como nuestro porvenir, es que a papá no lo encontramos, nunca más lo vimos ni a mis hermanos mayores, pues como contaban los vecinos entre lágrimas como vinieron varios encapuchados que arrasaron con todo, incluso llevando a varios hombres y mujeres, y nosotros tristes y desamparados nos fuimos a buscar fortuna allá en Trujillo, donde mi padre tenía algunos hermanos, donde mis tíos nos acogieron en su pequeña casa familiar, por un tiempo, mientras mi madre trabajaba vendiendo frutas en el mercado y yo empezaba a ir a la escuela, así pasando lo que restaba de mi infancia y empezaba mi pubertad y adolescencia, hasta que ella enfermó de tuberculosis y tuve que abandonar los estudios para trabajar todo el día, vendiendo caramelos, lustrando zapatos, limpiando parabrisas, haciendo maromas, vendiendo diarios donde me enteraba como el país se iba al demonio, y así un sinfín de peripecias pasé en una ciudad indiferente de una sociedad indolente como la peruana en la década donde gobernaba Alan García arruinando el país, hasta al punto de que la paupérrima situación me hizo llevar a mi madre hasta Lima para que se cure mejor, para encontrarme con una situación peor porque en esos días en la capital todo era un caos, por eso un día que trabajaba por la calle de la capital, unos policías en un batida me pidieron identificación y resultó que yo tenía el mismo apellido que unos terroristas buscados, me detuvieron y me interrogaron, yo no sabía nada, sólo que era un completo ignorante que sólo tenía esa perra vida y a mi santa madre, que pensaba que mi padre y mis hermanos estaban muertos, quizás me creyeron, pero de todas maneras me llevaron forzadamente a las filas militares con la promesa de ayudarme económicamente a mí y a mi madre a la que hicieron regresar a Trujillo cuando estuvo mejor para yo irme y despedirme hasta no se sabe cuándo, tan solo siendo un mocoso de 16 años, para aprender todo lo que se aprende en el arte de las armas, para saber cómo matar sin ningún remordimiento hasta a tu propio hermano, a los cuales nunca creí poder encontrar porque cada batalla en la que participé, con una profunda incertidumbre, era una trifulca de nadie sabe quién a quien matas, sólo haces el deber que te ordenan y así recorriendo, disparando, matando en cada pueblo de la sierra peruana a los supuestos rebeldes, ganando condecoraciones, sobrevivía con la remota esperanza de volver a ver a mi madre y con el sempiterno terror en medio de esta guerra.

 

-         Qué ocurre mi sargento. Ya acábelo de una vez para poder irnos.

-         No, lo dejaré ir. Es un rendido.

-         ¡¿Cómo?! ¿Usted hablando así? ¿qué le pasa?

-         Nada, cabo. Sólo que ya estoy harto de esto y cansado. No haga tantas preguntas. ¡Corra sabandija, antes de que me arrepiente!

-         Se lo agradezco, gracias, gracias.

-         ¡Lárguese de una vez, carajo!

“Toda esta mierda se trata, al final, de personas que no pueden perdonarse. De un supuesto poder contra otro. Yo no he tenido educación, pero sé que todo esto acabará cuando se aprenda de compasión, y ya quiero que acabe esto para mí”, pensaba el joven sargento Juan mientras se dirigía a recoger algunas cosas disimulando el terrible cansancio que lo invadía. En el momento que sus soldados se disponían a hacer lo mismo, repentinamente se escuchó un disparo que provino no se supo dónde. Juan miró a su pecho y se palpó la hemorragia por donde manaba su sangre que caía en la húmeda tierra, cayendo después él de rodillas. Sus compañeros inmediatamente se dispusieron al contraataque con las sombras que salieron como de la nada de entre los árboles y a él le quedaron unas últimas fuerzas para dirigir su mirada a donde estaban las finales luces del atardecer, sus últimos segundos se le fueron contemplando el excelsitud del cielo que ya no parecía tener temporalidad. Sabía que ya no le pertenecía todos los problemas, todo el dolor, toda la sangre derramada que vio a lo largo de su vida que tampoco ya le pertenecía, que ahora le era tan fugaz mirando la bóveda infinita tras las nubes oscuras y palpitantes. Esbozó una moribunda sonrisa antes de caer completamente de bruces entre flores manchadas. Ya no escuchó nunca más los disparos que llegaban de todos lados.

Ya era de noche y los gallinazos aguardaban cerca, en la copa de unos árboles.

 

 



 ARCHIVO PDF

DESCARGAR https://drive.google.com/file/d/13CFX9aLw_8sdH1zyBaHszPcSfmNzN6Qq/view?usp=sharing